Aquella mujer avanzó lo suficientemente como para ponerse en frente de mí y solicitarme fuego para su cigarrillo. Atónito, casi inexpresivo, sin poder dejar de maravillarme por su belleza de rasgos trigueños y delicados, extendí mi mano con el cigarrillo y solamente atiné a deslizar una mueca de sonrisa como si con ello respondiera afirmativamente a su pedido. Ella tomó el cigarrillo y encendió el suyo. Mientras, me observaba.
En los días que mi madre hacía efectivo el más cruel de los castigos yo comenzaba a sentir que poco a poco algo nacía desde el interior de mis entrañas y tomaba posesión de todo mi ser. Era extraño sentir aquello pero sucedía. Como si una ramificación invisible e intrincada se deslizara por debajo de mi piel sujetándome milímetro a milímetro hasta llegar a mi boca y ahogar alguna posibilidad de grito que pudiera alertar a alguien. Así, una vez que aquel hecho extraño me sucedía, yo quedaba sentado en el borde de mi cama, o en algún otro sitio de mi cuarto, sin poder decir nada, tan solo observando el mundo que me rodeaba como si fuese un espectador ausente, y silencioso, que tenía el privilegio de observar cómo la vida se discurría a través de las manecillas del reloj del tiempo.
Mi madre, en la planta baja de la casa, hacía sus quehaceres cotidianos, miraba televisión, o simplemente planchaba parvas de ropa recién levantada de la soga, sin siquiera percatarse si yo existía o no. Su mutismo era tal que muchas veces pensé si ella realmente me quería, o si yo, por algo ajeno a mi persona, debía considerarme un error en su propia vida. Cuando pensaba en la respuesta a aquella pregunta no me gustaba obtener como respuesta un “sí”, pues era dolorosa y difícil de soportar, y mucho más en aquel momento en donde el silencio me abrazaba como las llamas solían abrazar a las brujas sujetas en la hoguera en tiempos de la Santa Inquisición.
Cuando el castigo se levantaba mi madre subía a mi habitación y se sentaba a mi lado manteniendo silencio mientras sostenía una mirada fría y distante. Yo podía verme reflejado en las pupilas heladas de sus ojos. Veía mi miedo retratado en el reflejo, llegando a sentir muchas veces que aquella oscuridad helada era el signo más cálido que había recibido en días.
El solo hecho de verla sentada a mi lado me angustiaba y me atemorizaba. Deseaba con todas mis fuerzas que ese momento desapareciera, que pasara rápido y que finalmente de sus labios saliera la primera sílaba que rompiera el hechizo y funcionara como antídoto ante el venenoso silencio. Y algo imperceptible pero poderoso me mantenía unido a ella. Era algo poderoso que me subyugaba ante su castigo y me doblegaba ante su presencia. Ella era imponente, altiva, ejecutora.
Entonces sucedía.
Ella hablaba, me regañaba con duras frases que perforaban mi psiquis y horadaban en lo más profundo de mi yo interior. Sabía cómo hacerlo. Sabía cómo apretar cada clavija de mi interior para que el resultado no fuera un dolor físico sino uno invisible, imperceptible ante la mirada de cualquiera, pero profundamente doloroso y corrosivo para que el interior de un niño pequeño aprendiera que el dolor no solo se siente en la carne sino también debajo de ella.
Cada vez que algo así sucedía, cada vez que ella se me acercaba para levantar un castigo de silencio, yo caía al pozo oscuro. Ese pozo significaba dos cosas: auxilio y prisión. De a momentos lo sentía de un modo y luego de otro. No podía evadirme de esas sensaciones, me era inevitable. Supongo que todo se acentuaba más por mi corta edad y por mi terrible vulnerabilidad al lazo sanguíneo que me unía a ella. Y lo peor es que ella lo sabía. Ella abusaba de aquella situación y por momentos sentía que hasta parecía gozarla. Pero no odié jamás a mi madre por ello. Muy dentro de mí algo me frenaba para que un sentimiento de tal calaña avanzara y se apoderara de pensamientos que polucionaran y generaran sentimientos encontrados hacia su persona.
En definitiva, yo amaba a mi madre.
(Imagen: Carla Arouesty Muñiz (b. 1965, Mexico), "ojos", 2004, técnica mixta)