Saint-Exupéry (once)



ONCE


La vida es un misterio. Un profundo misterio que inicia desde el primer momento que abrimos los ojos y nos reconocemos vivos. Terminamos teniendo conciencia de ello desde los primeros albores de nuestra capacidad para recordar, y luego, como si fuésemos una caja de recuerdos, avanzamos sin más. La vida despliega ante nosotros un abanico indescifrable de misterios ocultos, y juega con nosotros mostrándonos cuan perspicaz es ella, y cuan incrédulos somos nosotros.

Los ojos entrecerrados de Federico Moccia me hicieron pensar que aprisionaban un mar de lágrimas. Que si los abría de modo normal seguramente brotarían hilos salados empapando por completo su rostro. Tuve esa primera sensación al ver a mi anciano amigo sentado delante de mí. Quise iniciar la conversación pero él me ganó de mano.

- Me han jubilado –dijo lacónicamente- Desde mañana debo dejar la empresa y ya no volver al trabajo.

Aquel acontecimiento no era algo común. Por un lado sentí alegría ante lo que él me estaba contando, y por otro imaginé por el tono de su voz que lo que para mí representaba algo similar a la felicidad para él significaba otra cosa, tal vez la peor hecatombe que se hubiera imaginado sobrevivir.

Fingí que no me daba por aludido a lo que intentaba comunicarme con el tono de su voz. Le hablé de todo lo positivo que representaba aquello para él. Que ahora tendría momentos libres para su propia vida, que podría viajar, leer, ir al club o al bar a la hora que quisiese a juntarse con sus amigos, que hasta podría visitarme más seguido en mi casa, y un puñado de opciones más que no movieron un ápice el rictus de su rostro.

Después de hablar callé y el silencio se asemejaba al filo de una navaja. Entonces un delgado haz de luz solar ingresó por el ventanal tras traspasar el medio de una nube. Recorrió lentamente el escritorio, tocó las manos de Moccia, reptó por su saco y se quedó estático en su mejilla izquierda. Aquella luz amarillo pálido se quedó sobre su rostro dándole un toque de calidez y vida. Pude observar cómo ahora, tras la llegada del haz de luz, sus ojos habían vuelto a la normalidad. Ninguna lágrima afloró. No. El viejo se mantuvo firme y tenso tal como cuando se había sentado. Pero ya no habló. Solo se limitó a mover su cuello y enfocar con su mirada por completo hacia el rayo de luz que ahora inundaba todo su rostro. Me quedé contemplando aquella escena casi con fascinación. Como si aquel rayo, el único rayo que había logrado atravesar las nubes, fuera un mensaje directo a su persona. Creo que él también pensó en algo así. Después de unos minutos cerró los ojos y se entregó por completo a la tibieza de la luz. Seguí observándolo durante todo el rato que duró la escena. Finalmente se levantó de la silla, me dio la mano y se retiró tan silenciosamente como había llegado.

A la mañana siguiente encontraron a Federico Moccia ahorcado en la cocina de su casa. Había atado una sábana a la base del ventilador de techo y tras subirse a una silla la pateó y se dejó caer, muriendo casi instantáneamente según la policía. Recuerdo haber recibido la noticia mientras tomaba un café en la diminuta cocina de la redacción. Cuando el gordo Pérez entró con cara desencajada imaginé lo peor. Casi no hizo falta que dijera nada, su rostro lo expresaba todo con claridad. Apenas pudo balbucear las palabras “Moccia”, “muerte”, “hoy” y me fue suficiente.

Nos quedamos abrazados llorando como dos pequeñines en la cocina. Los demás empleados, todos totalmente compungidos, murmuraban por lo bajo y se pasaban la noticia unos a otros. Marina Fernández apenas se enteró de la noticia corrió a localizarme y al verme me abrazó fuertemente. Su abrazo, cálido y sincero, me llenó de compasión y me sentí contenido y reconfortado. Hacía tanto tiempo que alguien no me abrazaba de aquel modo. No se sentía como el abrazo de mi madre, no, más bien se sentía como un abrazo cargado de un sentimiento extraño y casi imposible de describir con palabras. Todo el momento que duró el abrazó pude sentir como el cuerpo de Marina se acoplaba con el mío.

Esa misma tarde la redacción cerró por duelo.

Todos los empleados fueron al velorio de Federico Moccia, sin la excepción de nadie. Es que de algún modo el viejo se había hecho querer por todo el mundo. A media tarde el gordo Pérez se llegó hasta mi casa para que fuésemos juntos al velorio.

- ¿Estás listo? –preguntó un tanto apesadumbrado.
- En un momento –respondí.
- ¿Así que han vendido el edificio del hostel “Roma”? –preguntó al aire desinteresadamente. Tras escuchar la pregunta dejé la máquina de afeitar sobre el lavatorio, tomé una toalla, me sequé los restos de espuma, y me dirigí al living para quedarme ahí parado, contemplando de manera estúpida a Pérez.
- ¿Lo han vendido?
- Sí –respondió a secas- he pasado y estaban bajando el cartel. Cuando vi eso le pregunté a los empleados qué pasaba y me han respondido que será demolido y que edificarán un nuevo edificio, más moderno y pensado para gente jubilada.

Después de escucharlo volví al baño. Abrí el grifo, dejé que corriera el agua, metí debajo del chorro la máquina de afeitar y comencé a lavarla. Luego puse espuma en mi rostro y volví a seguir con el ritual de la afeitada. Al terminar contemplé la suavidad de la piel de mí cara. Me miré al espejo y vi algo distinto, pero no por la carencia de barba, sino como si un vacío se hubiera instalado en los límites de mi vida y se manifestaba alrededor de mí cuerpo. En poco tiempo había perdido a mi madre, a mi mejor amigo y ahora el más preciado de mis recuerdos. Caí en la cuenta que así como nadie nos avisa que venimos a la vida tampoco nadie nos da señales de cuando se parte de ella. Me sequé el rostro con la toalla y me cambié la ropa. Me puse una camisa blanca, una corbata gris, y un traje negro. Una vez listo me paré frente al espejo dentro de mi habitación y me contemplé por un instante. Mientras lo hacía observé el cuadro que mi madre me había regalado siendo un adolescente y esbocé una mueca de sonrisa, como si con el solo hecho de mirar el cuadro la presencia de mí madre se hubiera materializado. Respiré hondo y me dirigí al living. Pérez miraba por la ventana hacia el jardín. Afuera el sol iluminaba la tarde de manera espléndida.


Llegamos casi a las seis de la tarde al velorio de Federico Moccia. Afuera un grupo de compañeros de trabajo fumaban y charlaban en voz baja. Apenas nos vieron llegar nos saludaron muy apesadumbrados. Nos dimos todos unos fuertes y penosos abrazos, y cruzamos miradas de dolor. De algún modo el viejo se había hecho querer y mucho. Si estuviera en ese preciso instante tal vez se sonreiría de ver a todos tan compenetrados por su ausencia. Al entrar nos encontramos con más compañeros y el ataúd ya cerrado. El gordo Pérez se consternó y se sentó alejado, solo, como si necesitara de aquella soledad para despedir finalmente los restos de su amigo. Yo en cambio comencé a saludar una por una a las personas que estaban dentro de la sala. Después de un rato, ya cuando quedaba poco menos de la mitad de la sala con gente, salí a fumar un cigarrillo al patio. El atardecer estaba por dejarle paso a la noche. Una luna débil y casi difusa comenzaba a hacerse dueña del cielo, y unas tonalidades rojizas se dejaban ver tras las fachadas de los edificios linderos. Abrí una etiqueta de Marlboro, saqué un cigarrillo, golpeé su filtro en el borde de una ventana y lo puse entre mis labios. Lo encendí y di un par de pitadas. Después que el humo llenó mis pulmones lo exhalé lentamente. Tan lentamente que parecía que parte de mi espíritu saliese confundido con el humo ascendiendo lentamente hacia el cielo del anochecer. Fumaba en silencio, con la mente en blanco, sin siquiera reparar en el fresco del clima. Al terminar el cigarrillo arrojé la colilla al suelo y la pisé con el zapato. Alcé la vista nuevamente al cielo y ya contemplé una noche nueva, joven, aún virgen. Me imaginé a Federico Moccia vagando sobre alguna de las estrellas que el cielo mostraba. Hablándome, o tal vez gritándome lo feliz que estaba de estar allá arriba. Ya no habría soledad para él. Seguramente ahora que su cuerpo ya no le pesaba y sus pecados tampoco, habría encontrado paz para su alma. Encerré aquel pensamiento y con él dentro de mi mente entré a la sala. En el pasillo estaba Marina Fernández. Sola, con la mirada clavada en el piso. Apenas nos vimos nos abrazamos mutuamente. Volví a sentir la misma sensación del abrazo que nos dimos anteriormente en el multimedios. Una sensación mezcla de extraña con agradable. Al cabo de un instante nos separamos y nos quedamos mirándonos fijamente como si quisiéramos decirnos muchas cosas y nuestras lenguas estuvieran anudadas. Finalmente la abracé y caminamos juntos a la par hacia la sala velatoria.


Después del entierro de Federico Moccia los días se sucedieron con un luto solemne. Todo el mundo en la redacción echaba de menos a Federico. Algo se había extinguido junto con él, y ese algo era muy difícil de explicar.

La muerte de un amigo es algo inexplicable y sumamente doloroso. Algo que uno no se espera jamás y de pronto la tiene frente a sus narices. El trago amargo de aquella muerte me hizo replantearme muchas cosas en mi vida. Principalmente mi vida tan apegada a la soledad y el ostracismo que encontraba en los rincones de mi casa natal. Comencé poco a poco a salir y a divertirme con amigos y compañeros del trabajo. Los lunes íbamos a tomar algo a algún bar de moda, los martes jugábamos al póker en casa de algún compañero y los jueves y viernes nos reuníamos en un bowling y así pasábamos horas y horas entre los bolos. La vida comenzaba a iluminarse para mí.

Fue una noche de esas mientras jugábamos en el bowling que entre la multitud me pareció ver un rostro conocido. Y sí, efectivamente así fue. Era la chica de los piercings que se encontraba jugando a los bolos con un grupo de chicas. La divisé entre la multitud y ya no le quité la vista de encima. Apenas la vi la memoria me trajo al presente todos aquellos momentos vividos: el hostel “Roma”, Lourdes, la charla en la habitación del hostel, la lluvia. Dudé qué hacer. Pero respiré hondo, saqué fuerzas, pausé los recuerdos y fui a su encuentro.


(Continuará en un próximo capítulo...)


Safe Creative #1103258811561

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10


(Imagen: http://30.media.tumblr.com/tumblr_lid9rt8EN21qdu86yo1_500.jpg )
Leer más...

Saint-Exupéry (diez)

DIEZ


Al volver al piso de la redacción Federico Moccia y el gordo Pérez estaban charlando al lado del expendedor de agua potable. Al verlos me quedé estático como si no supiera qué hacer o qué decirles. Fue entonces que Moccia me vio ahí parado, como si mi cuerpo hubiera entrado en huelga y hubiera abandonado por completo las ganas de movilizarse, y se acercó a mí.

- ¿Qué ha pasado?, ¿qué te han dicho? –me preguntó mientras tomaba pequeños sorbitos de agua de un vaso plástico.
- Pues… me has ascendido y parece que estoy viviendo un sueño, o algo irreal –dije.
- ¡Bravo, hombre!, ¡vamos!, ¡anímate!, ¡deja esa cara de velorio y esta noche festejemos en el bar!

Fue así que esa misma noche festejamos mi ascenso en un bar de la zona. Me sentía aún un poco extraño. No caía del todo en lo de tener un ascenso, más compromisos y a su vez codearme con personas que eran muy profesionales en su ámbito. Sin embargo no me amedrenté. Entonado con varias cervezas me olvidé por completo del ascenso y terminamos a las cinco de la mañana los tres abrazados caminando por la calle. El gordo Pérez apenas abría los ojos. Parecía caminar dormido, o tal vez tirado por un par de hilos invisibles que lo movilizaban como una marioneta humana. En cambio Federico Moccia a pesar de haber bebido a la par nuestra caminaba con pasos firmes y lentos y la mirada totalmente concentrada.

- ¿Crees que seré capaz de apañármelas en el nuevo puesto?, ¿Qué piensas Federico?
- Claro que sí –dijo él sin mirarme-. No pienses en negativo. Te conozco bastante hijo. No quiero que te tornes negativo en esta nueva oportunidad que te da la vida. A veces, no siempre, la vida da buenas oportunidades y es ahí cuando hay que tener los ojos bien abiertos para no dejarlas pasar de largo.
- Fiuuuuuu –suspiré.
- Sí, es así. Si te duermes, si te amedrentas, si tienes miedo o pánico escénico cuando estas cosas suceden el tren sigue viaje y dentro de él la oportunidad te mirará por la ventanilla haciéndote gestos de cuán tonto has sido por dejarla marcharse. Me ha pasado de ver algunas oportunidades irse en el tren, por eso te lo digo.

A esas alturas el gordo Pérez se había tornado demasiado pesado para nuestros hombros. Ya estaba completamente dormido por la borrachera. Así que al llegar a una plaza cercana decidimos hacer un alto y descansar sentados en un banco. A Pérez lo dejamos recostado en un banco al lado del nuestro. Roncaba como si una gran catástrofe estuviera produciéndose en los dominios de su boca. Federico Moccia sacó un cigarrillo del saco, lo encendió con un bonito encendedor a bencina, y dio un par de pitadas arrojando el humo al aire. Me quedé contemplando las volutas de humo ascender hacia el cielo que ya comenzaba a destellar claridad. Un nuevo amanecer, me dije para mis adentros. Así es la vida. Amanece, aparece un nuevo día y la noche vuelve a cobijar todo para terminar una vez más el ciclo. De eso se trata, de ciclos.

- ¿Por qué has desaprovechado esas oportunidades, Federico? –pregunté a Moccia mientras lo observaba degustar con mucho placer su cigarrillo.
- Por diversos motivos. Tal vez la gran mayoría fue por miedo. Sí, miedo. El miedo paraliza, ¿sabes? Es algo que de manera lenta y silenciosa va reptando por tus extremidades y termina apoderándose de tú cabeza y tú mente. No hay forma de huir cuando toma el control. Pareces otro. Te desconoces. Comienzas a pensar como lo hace él y como le apetece a él. Comienzas a parecerte al muñeco de un ventrílocuo y poco a poco pierdes tú esencia. Cuando caes en la cuenta ya es tarde. Eres otro. Un miedoso. Alguien que huye de todo y se ve reflejado ante los demás como un cobarde. Así fui gran parte de mi vida.
- Entonces… lo que algunos murmullan por ahí sobre vos, ¿es cierto?
- Algunas cosas sí, otras no. A la gente le encanta hablar. Y más si se trata de hablar mal de los demás. Hablan de mí, de ti, del vecino, de su mujer, de su esposo, de quienes conocen y no conocen. La cuestión es hablar, sin importar si lo que dicen es verdadero o tergiversado. Pero quiero decirte que más allá de lo que hablen la pura verdad solo la sé yo mismo y mi consciencia. Con ella hablo siempre. Está ahí, agazapada en un lugar en penumbras de mi interior, y solemos tener largas charlas. He estado muy cerca de ella en muchos días feos y buenos de mi vida. Y creo –y fíjate lo que te diré- que ella es mi gran amiga y consejera. Sí. Ahora la escucho más que nunca. Es quien más y mejor me conoce…

A todo esto el sol comenzaba a desbordar detrás de los edificios más alejados. Una tonalidad anaranjada comenzaba a trepar por las altas fachadas y teñía todo de un naranja pálido. La ciudad aún dormía y solo nosotros tres estábamos en la plaza contemplando aquel maravilloso amanecer. Moccia siguió fumando. Se silenció un instante y quedó profundamente concentrado vaya a saber en qué pensamientos. Analicé en ese momento sus palabras y el significado que le había dado al miedo. Si algo positivo había resultado de su vida era que ahora se lo veía un hombre seguro de sí mismo y sin miedos. Le tenía mucho aprecio y su compañía se asemejaba para mí a la de un padre, uno al cual yo hacía muchísimos años había perdido.

Ese amanecer después de dejar al gordo Pérez en su edificio y despedirme de Federico Moccia en la puerta de su casa volví caminando lentamente a la mía. No tenía prisa. Era ya sábado y no trabajaba. Nadie me estaba esperando así que no tenía que rendirle cuentas a nadie. Al llegar a la esquina de la cuadra donde vivía me encontré con una mujer durmiendo en la vereda. Estaba tapada con una frazada vieja y llena de agujeros y recostada sobre un pedazo de viejo colchón todo manchado y con olor a orina. Fue una escena impactante, aún lo recuerdo. Al pasar junto a ella abrió los ojos y se quedó mirándome fijamente, como si tuviera temor de mí persona.

- No le haré daño –le dije.
- Lo sé –me respondió con suavidad- ¿qué podrías robarle a ésta pobre vieja?... nada, ya no me queda nada.

Sus palabras parecían estar cargadas de tristeza y resentimiento a la vez. Podía extraerse de aquella voz cierta pena que quedaba flotando en el aire y le costaba irse. Me apené entonces. Sentí un escalofrío recorrerme por completo. Me puse en cuclillas a su lado y me quedé observándola. Así mantuvimos nuestras miradas por un rato.

- ¿Qué te apena de esta vida? –preguntó la anciana sin quitarme de encima sus ojos que parecían la entrada a un profundo pozo sin fondo.
- Tal vez muchas cosas –respondí.
- Pues tendrás que librarte de ello sino pasarás como un triste pasajero por la vida ¿Sabes cuál es uno de los mayores problemas de la gente? Pensar demasiado. La gente lo piensa todo y a la vez lo complica todo. A todo le buscan un sentido y a todo quieren manipularlo y acomodarlo a su gusto y necesidad. Nunca están conformes. Todo les parece mal o de poca monta. Si me ven durmiendo aquí dicen “pobre vieja loca” y yo les miro diciéndoles en pensamientos, “pobres infelices” El mundo se torna del color que lo quieras mirar, muchacho. Si lo miras de manera turbia seguramente todo tomará un color opaco, triste. Si lo miras de modo cálido verás lo fácil que es entender el pasaje por esta vida.

Me quedé sopesando por un momento las palabras de la anciana. Mientras lo hacía ella acomodaba la cobija en sus pies y un pañuelo que cubría por completo su cabeza. Me senté a su lado. Pronto el sol nos iluminó a ambos. Finalmente la mujer se durmió. La contemplé por última vez y retomé camino a casa. Al llegar las vecinas barrían las veredas y el barrio había comenzado a desplegar su frufrú diario. Tuve ganas de sentarme debajo de la parra y percibir el fresco de la mañana. Aún rondaban por mi cabeza las palabras de Federico Moccia y de la anciana. Dos personas que habían transitado largos años de vida me aleccionaron en una misma noche. Como si de repente, en mi destino, aquello hubiera estado marcado para que así fuese. Valoré aquello. Al rato un viento suave comenzó a mecer las hojas de la parra y las flores del jardín. Recordé a mi madre en ese instante y cuánto quería su jardín, sus flores, su parra. Me entraron unas terribles ganas de llorar y desahogar toda esa opresión que tenía guardada en algún lugar de mi pecho. Finalmente lo hice. Lloré amargamente.


La primera semana de trabajo en la nueva sección comenzó con mucho trabajo. Los nuevos compañeros a simple vista parecían personas amenas, profesionales con gran ética. Me hacían sentir bien acompañado y me sacaban de cualquier duda no bien quedaba empantanado. Marina Fernández, la gerente de la sección, me tuvo muchísima paciencia por aquellos días. Logramos entablar una relación cordial y discreta en el ámbito laboral. Ella siempre llegaba media hora antes que todos y desayunaba a solas, en su oficina, leyendo los diarios y sorbiendo lentamente un capuccino. Lloviera, granizara, nevara, o un increíble tsunami envolviera el edificio por completo, ella siempre llegaba media hora antes, depositaba el maletín en su escritorio, extraía de él los diarios y se sentaba a tomar un capuccino que traía previamente comprado de un McDonalds.

Si yo llegaba temprano solía sentarme en mi oficina y a través del vidrio observaba con que displicencia Marina Fernández comenzaba su día. Envidiaba por momentos su soltura y el estilo, tan profesional, con el cual ella llevaba adelante su cargo. Poco a poco entendí que para ser como ella no bastaba ser buena en su profesión solamente, sino que también existía un equilibrio entre el ser humano y su trabajo. Lo más difícil, claro. Jamás hablaba de trabajo antes de las 8:00 en punto de la mañana. Si tocabas a la puerta de su oficina te sonreía de un modo distinto al de las horas de trabajo. Podías preguntarle cualquier cosa, inclusive si había visto algún programa de televisión o qué había cenado la noche anterior, que ella contestaría con su mejor buena voluntad. Sin embargo, al momento que las agujas del reloj marcaran las 8:00 de la mañana su rictus cambiaba y se disponía por completo al servicio del multimedios y su labor. Entendí observándola a ella que la diferenciación entre su vida y su trabajo lograban el equilibrio adecuado para que uno no se volviese loco.

Decidí que yo también quería llegar a un equilibrio. Que si bien debía rendir cada vez más en el puesto que me habían colocado también debía acompañar ese cambio con un equilibrio que acomodara cada cosa en su lugar dentro de mi propia vida.

Los días pasaron y me sentí cada vez más a gusto con el nuevo puesto. Pronto comencé a trabajar con una computadora y fui recibiendo trabajos más complicados, que demandaban mucho más de mi capacidad que hasta ese momento se mostraba escondida e invisible.

Federico Moccia cada tanto solía llegarse hasta el tercer piso. Apenas se abría la puerta metálica del ascensor el viejo daba un paso y se quedaba parado mirando a todo el mundo. Era gracioso ver aquella actitud. Parecía bloquearse de una manera extraña ante una sala llena de personal joven que trabajaba frenéticamente. Luego comenzaba a caminar despacio con una sonrisa resplandeciente mientras saludaba a todo el mundo gesticulando. Al llegar a mi oficina tocaba la puerta y se quedaba parado como si fuese una estatua de yeso hasta que yo le abriese. Aquello me ofendía. Más de una vez se lo había dicho pero no había manera que le entraran balas. Me complacía de sobremanera que mi amigo más querido me visitara en mi oficina. Esos momentos de sus visitas eran impagables para mí. Lograban rememorar mi ingreso al multimedios y mi paso por él, como así también cada cosa aprendida y valorada.

Cierto día Moccia llegó y me sorprendió pasando directamente a la oficina sin tocar la puerta ni quedarse estático frente a ella. No me había percatado de su llegada en el ascensor, entonces el verlo ahí parado frente mío me causó una alegría mayor a la habitual. Sin embargo su semblante no era como el de todos los días. Algo había en su rostro que dejaba entrever que traía alguna noticia poco feliz. Sin mediar palabras hice un gesto y lo invité a sentarse. Agradecido se sentó, cruzó sus piernas y se quedó mirándome con sus ojos casi cerrados y de manera penetrante. Sin siquiera yo sospecharlo aquel día sería el último que vería a Federico Moccia en mi vida.


(Continuará en un próximo capítulo...)


Safe Creative #1103218776879

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9
Leer más...

Saint-Exupéry (nueve)




NUEVE


La chica de los piercings renunció a su trabajo en el hostel una de las primeras mañanas de primavera. Fue una decisión súbita. Al levantarse, un tibio rayo de sol dio en su mejilla y su calidez pareció iluminar sus pensamientos. Aún con los ojos cerrados y sintiendo la tibieza que emanaba el astro rey concluyó que ya era suficiente, que debía dar un vuelco a su destino.

Al principio los socios dueños del hostel no quisieron aceptar su renuncia. Es que ella siempre había sido una excelente empleada de la cual ni ellos ni los clientes habían registrado quejas. Sin embargo su decisión era indeclinable. Después de más de media hora de explicaciones y de tires y aflojes ambas partes llegaron a la conclusión que la decisión estaba tomada y que una nueva chica debía ocupar el lugar en la recepción. Se la indemnizó como se debía y ella se despidió con mucha calidez de sus empleadores. Atrás quedaba entonces sellada una etapa de su vida. Apenas hubo cerrado la puerta tras su espalda se volvió y observó la fachada del hostel y pensó en todo lo que allí había vivido. Seguidamente una sensación de liberación la poseyó por completo y se dijo que estaba en lo correcto pues necesitaba aires nuevos y un cambio para su vida.

Aún con la meta de incursionar en algún grupo ecologista supo que lo nuevo que la esperaba sería algo interesante e importante para ella. De algún modo podía conectarse con su interior y anhelar con profundas ganas ese cambio tan requerido. En los días siguientes compró diariamente todos los diarios locales y nacionales con la intención de asesorarse y orientarse con información relacionada a grupos ecologistas y de ayuda humanitaria. También compró revistas referidas al tema y veía a diario programas en Discovery Channel y NatGeo. Encerró en círculo con una birome varias informaciones que le resultaron interesantes y luego fue una a una analizándola. Mientras su vida cambiaba, mi propia vida seguía su curso.


Después de un año de trabajar en aquella redacción tuve mi primer ascenso. No era un puesto maravilloso pero me resultaba mucho más interesante que clasificar papeles todo el día como un autómata descontrolado. Fui citado a la oficina del gerente una mañana en la que el cielo parecía venirse abajo por la intensidad de la lluvia que caía. Apenas cerré la puerta el gerente con un gesto adusto me indicó que me sentará. Él caminaba nerviosamente de un lado a otro de la oficina sin decir palabra. Mantenía su dedo índice apoyado en el mentón y su brazo izquierdo recogido detrás de su cintura. Algo me decía que lo que tenía para decirme era importante, muy importante, tal vez tan importante como despedirme o recortarme el sueldo; sin embargo no quería conjeturar y me predispuse a ser todo oído. Después de caminar un par de minutos como si fuese un animal enjaulado se sentó con mucha mesura y me quedó mirando fijamente a los ojos.

- Lo he citado a esta oficina para comunicarle una decisión que hemos tomado con la junta directiva. No es una mala noticia, no se asuste, al contrario, yo diría que es una excelente noticia.

Las manos en ese punto dejaron de sudarme y aflojé mi musculatura. Al menos supe que no estaba despedido y no volvería a vivir la pesadilla del desempleo.

- Mire, la cosa es así: esta redacción trabaja para un multimedios, más precisamente para la parte impresa que realiza el multimedios. Como usted sabrá el multimedios posee en esa rama un diario local y dos revistas de tirada nacional. Bueno, ahí es donde queremos ubicarlo a usted.
- ¿Dónde específicamente? –pregunté con voz tímida.
- En una de las revistas –respondió el gerente sin temblarle la voz-. En una de las revistas incorporaremos una nueva sección dedicada a la geología, a la ecología y a los cambios climáticos. Tal vez usted no esté mucho al tanto de esos temas, pero tenemos periodistas calificados para ello. Ellos harán las entrevistas y usted será quien seleccione las fotografías y ordene de manera visual el orden de las páginas de la sección. También cumplirá otras funciones, pero ya no está en mí decírselo. Digamos que sería una especie de editor básico o algo por el estilo. En realidad nos gusta el modo aplicado de su trabajo y observándolo durante todo un año hemos comprobado que tiene cierto “olfato” para distinguir las buenas de las malas noticias. Si nos equivocamos con usted es parte del negocio, sino habremos tenido éxito y todos salimos contentos y felices.

Después que el gerente terminó de comentarme aquello me quedé mirándolo fijamente por un instante. Mi mente estaba en blanco, un vacío total. De algún modo me había librado de pensamientos y a la vez de emociones. No sentía júbilo ni alegría por la noticia. Era como si mi cuerpo se hubiera esfumado y hubiera sido suplantado por un cuerpo de trapo, insensible e inerte.

- ¿No piensa decirme nada? –dijo el gerente.
- Sí, claro. Estoy sorprendido. Es solo eso. Le agradezco mucho el gesto y el ascenso –terminé diciendo casi sin sentimientos.

Salí de la oficina del gerente y recién en ese instante volví a sentir que mi cuerpo me poseía. Era la primera vez en mi vida que lograba un ascenso en un trabajo. Debía de ser un día especial, pero como era algo nuevo para mí lo tomé como algo extraño y al sentirse atípico no sabía cómo expresarlo.

Al llegar a mi escritorio me estaban esperando el gordo Pérez y Federico Moccia. Me miraban con cara de interrogante. Noté que se salían de sus cabales por preguntarme qué había sucedido. Creí en ese momento que ellos pensaron lo peor: un despido o una suspensión. Pero luego de contarles ambos me felicitaron y me palmearon la espalda dándome ánimos y demostrándome todo su apoyo. Salimos al patio del edificio y nos sentamos a fumar un cigarrillo. Observé el cuadrado de cielo que se dibujaba en lo alto, justo al finalizar las cuatro paredes altísimas que formaban el patio. Se veían unas pocas nubes pasar lentamente. Era extraño ver como allí arriba todo parecía seguir su ritmo, casi imperceptible, y abajo, en la tierra, mi vida cambiaba tan vertiginosamente. Pensé que eso mismo pasaba con las vidas de las personas, con los amores y desamores, con los éxitos y los fracasos. Enseguida el gordo Pérez comenzó a hacerme chistes sobre mi nuevo cargo y sobre cómo yo me comportaría una vez estando en él. Federico Moccia lo reprendía diciéndole que me dejara en paz, que era un lindo desafío y que en esos desafíos consistía parte del aprendizaje de la vida. Me parecían siempre tan certeras y justas las palabras de Moccia que muchas veces me quedaban repiqueteando en la memoria durante varios días. Había un dejo de increíbles vivencias en el modo de aconsejar o de decir sus frases que me envolvía por completo y me hacía sentir un tipo apreciado y querido por él. Aquel anciano durante todo el tiempo que nos conocíamos se había logrado mi respeto, mi cariño y mi total afecto.


Al mes de la charla con el gerente obtuve el ascenso in situ.

Al llegar a la redacción se me ordenó que desde ese día en más trabajara en el tercer piso, en mi propia oficina. Eso me sorprendió. No había pensado que el nuevo puesto sería con oficina propia y alejada de mis compañeros de trabajo habituales. Una secretaria jovencita me acompañó hasta la nueva oficina.

Mientras caminaba hacia el ascensor Federico Moccia y el gordo Pérez me hacían gestos afirmativos deseándome toda la suerte del mundo. Me sentí mimado y querido por mis compañeros. Al entrar al ascensor la chica se puso delante del panel de comandos y presionó el botón del tercer piso. Inmediatamente la puerta metálica del ascensor se cerró y ambos quedamos a solas esperando que el aparato comenzara a elevarse. Tuve la sensación de dejar parte de mí en aquel piso y elevarme a otro estadío de mi consciencia. Observaba el pelo lacio y rubio de la secretaria caerle hasta la mitad de su espalda. Aparentaba ser una chica culta y de modales suaves. Mientras el ascensor ascendía lentamente ella permanecía mirando hacia la puerta y dándome la espalda.

- Estoy un tanto nervioso –dije en voz alta.

Entonces ella volteó y quedó mirándome. En ese preciso momento me puse un poco más nervioso pues ella era muy bonita.

- ¿Quiere decirme algo? –me preguntó.
- No lo sé –respondí de manera tonta.

Entonces se dio media vuelta y pulsó el botón de STOP de la botonera de comandos. El ascensor se detuvo suavemente y una luz de emergencia extra se encendió. Por unos segundos un silencio sepulcral nos rodeó por completo. Volvió a darse vuelta y volvió a observarme.

- Dígame, ¿a qué se deben sus nervios? –dijo ella.
- No lo sé, supongo que a mi nuevo puesto. Es la primera vez que haré algo distinto desde que ingresé a esta empresa.
- Pues tómeselo con calma. No hay nada de raro. Piense que es como el primer día que ingresó a este lugar en donde no conocía a nadie y ni siquiera sabía cuáles eran sus funciones. No hay nada que temer. Créame.
- Admiro su manera de analizar las cosas –respondí.


Finalmente se dio media vuelta y ahora presionó el botón START en el panel de comandos. El ascensor volvió a ponerse en movimiento y la luz de emergencia se apagó.

Al llegar al tercer piso la puerta se abrió lentamente y un largo pasillo se presentó ante nosotros.

A la derecha había un montón de cubículos separados por paredes de más de metro y medio de altura y a la izquierda estaban las oficinas, amplias y totalmente vidriadas, que daban a grandes ventanales que dejaban pasar el sol en plenitud. El ambiente a simple vista era muy acogedor. El personal del área trabajaba concentrado en su trabajo. Solo al verme entrar todos pararon sus quehaceres y dirigieron su mirada hacia mi persona. Saludé con gestos de cortesía mientras caminaba detrás de la señorita. Sin embargo algo me llamó la atención: saludaban a la señorita con demasiada solemnidad. Al entrar a la sala de reuniones había una enorme mesa de caoba y una docena de sillas perfectamente dispuestas en torno a ella. La chica hizo gesto que me sentara en la silla de la cabecera, lo cual hice. Luego, con mucha gracia, ella tomó asiento en la silla que se encontraba en la otra cabecera.

- Bueno, aquí estamos –dijo ella con una sonrisa.- Me llamo Marina Fernández, y soy tú nueva gerente de área.

En ese momento sentí que mi corazón bombeaba más de la cuenta ¡Cómo no haberlo sospechado antes! Pero no, ni por asomo pensé que aquella mujer con aspecto de secretaria sería la nueva gerente que regiría cada uno de los próximos días laborales de mi vida.

- Ya nos conocemos un poco y espero que no estés tan nervioso como en el ascensor. No pasa nada. Es como todo cambio: lo nuevo siempre genera expectativas y nervios. Pero verás, aquí en esta sección nos diferenciamos bastante del resto del multimedios ¿Por qué? Simple. Aquí hacemos cosas innovadoras. Damos al lector de nuestra revista aires nuevos. Queremos que los lectores sientan que al tener nuestra revista en sus manos están frente a un nuevo capítulo de una miniserie que los tiene atrapados y los deja sin aliento. Tan simple como eso.

Mientras decía aquello jugaba con sus uñas y examinaba las cutículas.

- Todas las personas que has visto trabajando en la sección fueron elegidas por mí. Cada una se destaca en algo. Fueron seleccionadas minuciosamente durante un largo período de pruebas del cual ellas nunca se enteraron. Hasta ahora mi modo de seleccionar personal no ha caído en falsos positivos. Y en ti tengo puestas muchas esperanzas –dijo la gerente.
- ¿Por qué en mí? –pregunté con asombro.- ¿Qué tengo yo de especial?
- Mucho.
- ¿Mucho?
- Sí, mucho. Las personas muchas veces ignoran su potencial. Simplemente no pueden verlo. Está como dormido en su interior y cuando despierta ellas no se dan cuenta. Sin embargo si tienes un ojo avizor podrás captar las virtudes de las personas. La empresa cree que yo tengo un tipo de vista particular para cazar talentos y hasta ahora ha dado siempre frutos. He visto como escribes cosas en las hojas de trabajo. Cosas como citas, pequeños poemas o bien los libros que traes para leer en tus ratos libres en el trabajo. Si uno se considera un observador no deja pasar nada por alto. Y yo lo observo todo. Y en esas observaciones capté cierta predisposición tuya al mundo de las letras y de la redacción. Quiero que redactes notas en la revista –sentenció.
- ¿Yo?, pero… no soy periodista. No sé nada de cómo redactar una nota.
- Lo sabes. Solo hurga en tú interior y verás como la redacción va hilvanándose poco a poco, letra a letra, párrafo a párrafo. No te subestimes y no tengas miedo. Date tiempo. Tendrás tú propia oficina y quiero también que formes parte del equipo creativo de la revista. Tengo mucha fe en ti.

Después de escuchar todo lo que la gerente dijo enmudecí totalmente. La cabeza se me vació por completo. No podía pensar en nada. Jamás había imaginado que alguien como yo podía ser considerado alguien tan importante. Aún en los años de mejores trabajos mientras mi madre vivía nadie había depositado tanta fe en mí.

Me levanté de la silla lentamente.

- ¿Es todo? –pregunté a la gerente.
- Sí, es todo.

Enfilé hacia la puerta y al asir el picaporte con mi mano escuché nuevamente su voz.

- Y recuerda… jamás me equivoco.

Fue así que en la primavera de 1993 comencé a trabajar en una de las áreas más importante del multimedios. Un trabajo que sin saberlo cambiaría totalmente mi vida.


(Continuará en un próximo capítulo...)

Safe Creative #1103128688705

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8

(Imagen: http://www.flickr.com/photos/23774436@N08/4328494561/sizes/z/ )
Leer más...

Saint-Exupéry (ocho)




OCHO


Ha pasado ya casi un año de la muerte de mi madre. Son los últimos días de un invierno que ha sido crudo, con pocos días soleados y nubarrones grises que han sido eternos sobre la ciudad. Poco a poco he ido acostumbrándome a la vida solitaria; a existir sin depender de nadie, a hacer sin dar cuentas a nadie. Hace un par de meses, en abril más precisamente, he conseguido un empleo en una redacción. Fue de casualidad, gracias a un amigo que sabía que buscaba empleo desesperadamente sin lograr conseguir nada. Es que para la sociedad moderna cuando pasas los treinta y cinco años ya eres un viejo laboralmente hablando. Te subes a la cúspide y comienzas a decaer a los ojos del empresariado. Triste pero verdadero. Anhelo en pensamientos que los hijos de los hijos cambien a un futuro más prometedor para ellos y su descendencia.

Ordeno papeles en general, clasifico formularios y sirvo café a los gerentes y parte de los directivos. No es un trabajo desagradable, sin embargo hay horas en las que me siento desperdiciado y un bueno para nada. Cuando eso sucede comienzo a pensar en cosas bonitas tales como los cuadros colgados en mi casa, escenas de viejas películas, párrafos de libros que he leído, y las canciones que más me gustan escuchar. Imagino cosas por el estilo para no caer en ningún precipicio del cual nadie pueda sacarme tendiéndome una mano. He logrado salir a flote en mi soltería de una manera ordenada y paciente. Sin embargo noto que si alguien existiese a mi lado la vida se miraría con más calidez.

Tengo dos nuevos amigos. Uno es un señor mayor, Federico Moccia, casi de setenta años, con calvicie prominente y un leve acento provinciano. Es oriundo de la provincia de La Rioja y trabaja en la oficina desde hace más de treinta y seis años. El otro, Ernesto “el gordo” Pérez, es el hombre más carismático que he conocido en mi vida, es de esta ciudad y hemos construido una amistad bien fuerte. Afianzándome a esas amistades los días pasan a ser más llevaderos y siento que la vida poco a poco va curando heridas abiertas.

He conseguido acomodar el recuerdo de mi madre en un lugar justo de mi consciencia y de mi mente. Lo he acomodado milímetro a milímetro allí. Me ha costado noches de insomnio, de borracheras, de lecturas de libros interminables, de introspecciones, de ansiolíticos, pero finalmente lo he logrado y ahí ha quedado. Ahora en la casa se respira cierta paz que armoniza cuerpo y espíritu. Mis amigos suelen visitarme, y cuando lo hacen comemos alguna picada con un Cinzano, o un rico asado, o bien vemos algún partido de fútbol en la televisión tomándonos unas cervezas. Ayudan a que la vida sea mucho más placentera y agradable para mí.

El gordo Pérez me hace reír siempre. Vive hablándome de sus aventuras y desventuras con mujeres y nunca deja de invitarme a visitar los cabarets de la ciudad. Dice que le encantaría verme con alguien, que merezco una buena mujer a mi lado que me haga feliz y todo ese verso del cual uno se cansa muchas veces de escuchar. Lo hace de buena onda y buena manera, pero su repetitividad hace que para mis oídos y mi psiquis sea en determinados momentos casi irritante.

Cada tanto salimos a tomar algo a las pizzerías de la zona o bien vamos a bailar a algún que otro boliche que se pone de moda. Cuando no hay suerte nos escabullimos a los cabarets que el gordo Pérez conoce como la palma de su mano. Ahí tenemos sexo con alguna de las chicas de la noche. Yo suelo elegir a las que menos sobresalen del resto. Tal vez porque las encuentro más parecidas a mi personalidad. En cambio el gordo Pérez ama la exuberancia y casi siempre sale con la más regordeta o la que tiene el culo y las tetas más voluminosas.

- ¡¿Qué tal?!, ¡mirá qué minita me conseguí! –sabe decirme jactándose de su vulgar conquista. A lo que yo asiento con una sonrisa y levantando mi pulgar derecho en gesto afirmativo.

Solemos terminar encamados en algún hotel alojamiento de las afueras o bien en la casa de alguna de las mujeres con las cuales salimos. Jamás llevo mujeres de la noche a mi casa. Una por el “qué dirán” en el barrio, y otra porque no me nace llevar a alguien que no siente nada por mí y mostrarle mi intimidad. Lo pienso como un amor efímero y volátil. Amor de una noche. Pasión de minutos. Locuras de madrugadas. Cuando comento con el gordo Pérez mi visión sobre nuestras conquistas éste se ríe a carcajadas. Suele decirme que estoy loco, que si el tuviera una casa como la mía viviría acostándose con todo tipo de puta o mujer fácil de la vida. Y ahí queda todo. Él con sus pensamientos y yo con mis decisiones.


A veces, al volver de alguna salida, paso por frente al hostel “Roma” y me quedo sentado frente a él observando su fachada en silencio. Me encuentro solo, en medio de la oscuridad, escuchando el sonido atenuado de la ciudad que duerme. Contemplo cada uno de los trazos y de los tonos de la fachada. Observo las ventanas de las habitaciones y me retrotraigo en el tiempo y me sonrío al recordar a aquella chica del tatuaje en su brazo. Me pregunto qué habrá sido de su vida, por qué el destino nos hizo cruzarnos por aquellos días, y así me quedo un rato largo divagando entre preguntas sin respuestas.

Creo que el verme llegar a la cuarentena profundiza mi poder introspectivo. Me hace analizar mucho más profundamente el porqué de las cosas que vivo. Federico Moccia me suele decir que eso es común en todos a mi edad, que el mundo comienza a observarse de un modo más complejo y prestamos más atención a las fisuras que descubrimos en él. Me lo dice con sus ojos vidriosos de viejo bonachón. Le tiemblan las manos y gesticula con ellas cuando me aconseja. Noto en él la sabiduría del hombre soltero que aprendió a vivir como pudo y extrajo de la vida el poco jugo que pudo. Bebió del jugo y también lo saboreó. Así dan ganas de vivir, suelo decirme. Y es entonces que miro por sobre mi hombro y veo mis años vividos y a la vez percibo una especie de bruma en la cual algunos momentos se pierden y se vuelven difusos y otros asoman luminosamente, resplandeciendo a través de ella.

- Verás que la vida no es tan mala como parece. A tú edad yo pensaba que el mundo acababa mañana, que para qué vivir si ya estaba todo vivido, que no había nada nuevo que descubrir bajo el mismo sol. Sin embargo estaba equivocado, hijo. Créeme, hay mucho por vivir a tú edad. Por eso es importante que no aminores la marcha y que camines aunque veas una gran tormenta en el horizonte.

Cosas como aquellas solía decirme entre descanso y descanso en la oficina. El gordo Pérez solía reírse de ello. Él pensaba que el viejo era un perdedor, que su vida en cierto modo era la vida de un perdedor que no supo aprovechar las oportunidades brindadas. Pero yo no estaba de acuerdo con él y sus conclusiones. Al contrario, veía en Federico Moccia a un anciano con mucha sabiduría y gran corazón. Federico Moccia supo decirme que había conocido a mi madre. Que solía verla pasar del brazo de mi padre con una gran sonrisa y muy enamorada.

- ¡Era gente de bien tus viejos! –me recordaba.

Y al escucharlo decir cosas así yo me emocionaba, y para evitar lagrimear frente a su presencia me iba a fumar un cigarrillo a la vereda del edificio.


Me pregunté algunas veces qué fue lo que pasaba por mí mente cuando conocí a la chica del tatuaje. Las respuestas que mi yo entero devolvió no fueron simples, más bien diría que hasta fueron escuetas e inconclusas. A pesar de la diferencia de edad que nos separaba cuando estuvimos juntos parecía que ese abismo no existía. Ella se dirigía a mí como si fuese de su misma edad y yo podía comprenderla y entenderla a la perfección. Lo mismo sucedía cuando yo me expresaba y ella me seguía la corriente sin siquiera un atisbo de complicación o mal entendimiento. Creo que habíamos logrado lo que se denomina vulgarmente “conectarnos”. Sin embargo un buen día desapareció tomando sus cosas y echándose a andar nuevamente por la vida.

Tal vez mi madre en su poderosa vista de madre tenía razón al decirme que me veía demasiado solo. Federico Moccia también suele decírmelo: “estás muy solo, hijo. Deberías buscarte a una chica buena que sea tú compañera” ¡Como si fuera tan simple encontrar a una buena mujer! Como todo, siempre se gana o se pierde. Debería arriesgar, esa es la norma que dicta mi conciencia y mi mente. Entonces me retrotraigo en pensamientos y me arrepiento una y mil veces de no haberlo hecho con Lourdes.


La primera semana de septiembre de 1993 asistimos a una conferencia relacionada con temas laborales. A pesar de ser el empleado más raso de la oficina también debía ir. Tal vez a algunos de mis jefes les corría por la cabeza la alocada idea que podía captar algo al aire de la intrincada charla que sostenían sobre financiamiento y economía. Me la pase gran parte de la charla observando por la ventana. Primero viendo como un par de niños jugaba al fútbol en la vereda y luego observando cada uno de los clientes de un bonito y pequeño bar situado justo en frente del edificio donde se llevaba a cabo la reunión. Cada tanto salía a limpiar las mesas una moza. Espigada, más bien flaca, de pelo lacio y largo hasta la cintura, con un delantal blanco con rayas color bordó. Recogía las tazas y utensilios usados muy rápidamente y finalmente pasaba una franela dejando la mesa lista para nuevos clientes. Al finalizar se erguía y observaba a toda la clientela como si extrajera de aquella mirada algún tipo de información. Al principio no me resultó llamativo, pero con el pasar del tiempo aquello se tornó casi un ritual y me acaparó poderosamente la atención.

Decidí tomarme un café en aquel bar.

Deseaba, en realidad, saber qué le llamaba la atención a la moza. Hice un gesto al gordo Pérez y por lo bajo le dije que iba al baño. Éste asintió, aunque creo que no me creyó del todo. En algún punto mi compañero sabía que yo no entendía ni jota y estaba más que aburrido.

Bajé las escaleras, crucé la calle y me senté en una de las mesas del bar. Cuando alcé la vista observé a todos los que asistían en el piso de arriba a la reunión. Me vinieron ganas de reír pero ahogué las ganas con la palma de mi mano. Al frente mío había una pareja de jovencitos tomando un café. La chica parecía muy enamorada. Gesticulaba y reía todo el tiempo sin casi pestañear manteniendo su mirada totalmente enfocada en su galán. Él en cambio miraba los automóviles pasar y cada tanto, haciéndose el distraído, contemplaba una que otra chica al pasar. “Somos todos iguales”, me dije en ese momento, y por un instante quise no serlo. Pero sabía que en el fondo éramos todos así.

Mientras esperaba que la moza llegara saqué mi libreta de anotaciones del bolsillo del saco y escribí la dirección del bar, su nombre, y escribí un par de líneas para un relato que había comenzado a escribir hacía un tiempo. Según el gordo Pérez escribir era de afeminados.

- ¿Escribes poesía?, ¡no, por Dios, no!, ¡eso es de maricones!

Y yo solo reía. Hacer cambiar una idea adherida en la mente del gordo Pérez era más difícil que resucitar y caminar por las calles de la ciudad para que todo el mundo te viera. Así que había desistido desde hacía tiempo en querer cambiar alguna de sus ideas retorcidas. Tampoco era que se me diera la escritura de modo natural, pero sí se me daba mejor que el dibujo o la pintura. Si mi madre lo hubiera sabido tal vez me apoyara a asistir a talleres o cursos de literatura, pero tampoco eso me interesaba, digamos que lo mío era algo más simple y natural, casi rayando con lo autodidacta y el don innato.

Tras escribir unas líneas de repente tuve a la moza de pie frente mío. Ahí estaba, con su delantal blanco con rayas bordó, el pelo largo y lacio que casi llegaba hasta su cola, y una mirada suave y penetrante a la vez. Podría decir que jamás había visto una mujer que mirase de aquel modo. Había algo en su forma de mirar. Un “no sé qué” de esos que tanto se buscan y pocos se encuentran en la multitud de personas que uno se cruza por la vida. Mi mente pedía un café pero mis labios se negaban a moverse. Me sentí un estúpido. Ella continuaba mirándome, ahora esbozando una sonrisa, con una birome y un anotador en sus manos.

- ¿Qué va a tomar, señor? –dijo finalmente ella.
- Un café… ¡no!, mejor un cortado –respondí torpemente.
- ¿Algo más?
- No, nada más…

Me quedé boquiabierto mirando cómo se alejaba.

Pasó el recado al mostrador y salió nuevamente a la vereda. Entonces se dedicó a escribir en la pizarra del bar el menú de comidas del día. Poseía una letra clara y de elegantes curvas. Al lado de cada menú dibujaba algo alusivo. Una hoja de lechuga en donde se podía leer la palabra ensalada, un papá en donde se podía leer la palabra puré. También un vaso con un sorbete debajo de la palabra postre. Cuando finalizó usó unas tizas de colores y dio sombra a los dibujos dejando la pizarra sumamente llamativa.

Me encontré perdido en la contemplación de aquella chica escribiendo la pizarra. Había puesto en punto muerto mi cerebro y solo había dejado mis funciones motoras básicas. Divagué unos minutos mientras mi mirada se había vuelto roma observándola. De repente sentí unas enormes ganas de estar con alguien así a mi lado. No sé si eran ganas de estar enamorado pero sí de tener una compañía femenina que llenase mis momentos de soledad y desolación. Alguien que pudiera tomarme de la mano y decirme “te quiero”, alguien que acariciara mi espalda por las noches y con la suavidad de sus manos me hiciera sentir tibieza en el alma.

Al volver en mí observé al gordo Pérez gesticular por la ventana del edificio de enfrente. Aún no habían traído el café pero debía volver a la reunión. Dejé el dinero del café debajo del cenicero y una generosa propina para la chica. Crucé la calle y subí las escaleras. Al entrar al recinto donde se gestaba la reunión todos se dieron vuelta a observarme. Seguramente estarían muy aburridos, pensé para mis adentros. Me senté al lado del gordo Pérez. Después que la reunión se reanudó volví lentamente la cabeza y observé el bar. En ese momento la chica tomaba el dinero de debajo del cenicero y lo metía a su bolsillo. Se irguió y miraba hacia todos lados seguramente buscándome. Al menos eso pensé y en ese pensamiento me sentí importante para alguien. Después de mucho tiempo sentí aquella tan extinguida sensación y me quedé aferrado a ella por un instante. Volteé la cabeza y seguí observando al interlocutor, y esta vez, aunque solo le viera balbucear sin escuchar sonido alguno, no me aburría, pues me sentía feliz por todo lo sucedido.


(Continuará en un próximo capítulo...)

Safe Creative #1103098670564


Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7


(Imagen: http://ghostpatrol.net/wp-content/uploads/2011/03/JGP_HMG_GP_001.jpg )
Leer más...

Saint-Exupéry (siete)




SIETE


Hostel “Roma”, siete de la tarde, un viento fresco recorre las calles dando la sensación de un día casi invernal. Aún se está en otoño. La chica de los piercings intercambia su turno, ya es su hora de salida. Su compañera, una morocha un tanto regordeta se apresura a llegar. Es tarde, la chica de los piercings se lo hace saber con un gesto y con el ceño fruncido; no obstante deja su bolso colgado en el perchero y atiende las cosas de importancia que tiene que decirle su compañera. No hay mucha gente en el hostel. Es temporada baja y es tranquilo el trabajo en esa época del año. Pocos turistas visitan la ciudad y los que llegan solo permanecen un par de días, a lo sumo tres o cuatro.

La chica de los piercings sale del hostel media hora después. Ajusta su cazadora y se coloca un pañuelo floreado alrededor de su cuello. Camina lentamente hacia la parada de colectivo y en ese trayecto enciende un cigarrillo y da caladas diminutas, como si saborease cada instante de las pitadas. Al llegar a la parada se apoya en el caño que en su parte superior indica los horarios de los distintos colectivos. El anochecer está a la vuelta de la esquina. Se presenta fría la noche. Mientras espera el colectivo piensa en su trabajo, en las cosas rutinarias que la hartan de él. Se dice que desea algo nuevo, algo con mucho más mundo y movilidad que el ostracismo que la ahoga y agobia en el hostel. De repente recuerda la charla con Lourdes y aquello sobre la ecología, las selvas y el viajar de un lado a otro del país y del mundo. Le parece algo fantástico, se siente feliz con esos pensamientos y un torrente de adrenalina se dispara por su sangre. “Tal vez…”, se dice. Finalmente el colectivo aparece al final de la calle con marcha lenta. Se detiene en la parada y la chica sube, paga al conductor y se sienta en el último asiento. Se coloca unos auriculares y selecciona una carpeta de música en su ipod. El colectivo inicia su marcha y ella apoya la cabeza contra el vidrio y cierra sus ojos.

Tras casi cincuenta minutos de recorrido finalmente el colectivo se detiene en un barrio periférico. Primero baja un hombre calvo, con muletas. Luego desciende la chica de los piercings. El hombre camina muy lentamente por su imposibilidad y ella lo sobrepasa ligeramente. Al hacerlo el hombre murmura un halago y ella lo toma como viene, como si fuera el piropo más bonito que en tiempo le han dicho. Al llegar al monoblock sube las escaleras laterales y de sus oídos se desprende la música que el iPod inyecta incansablemente. Tararea las canciones en un diminuto abrir y cerrar de labios mientras su mirada se mantiene casi perdida y solamente enfocada en los lugares físicos más representativos para su orientación. De un modo rutinario y mecánico llega a la puerta del departamento, inserta la llave, gira el picaporte y finalmente su mundo está ahí, delante de su vista.

No lo duda, arroja la cartera al suelo y de un brinco se tumba en la cama. Se quita lentamente los auriculares, sus zapatillas Pony, su jeans. Así, en bombacha y con una remera de algodón se queda tendida boca arriba observando el blanco pálido del techo. Sus pensamientos siguen sumergidos en cambiar de empleo. Su mente gira como un satélite alrededor de la Tierra. No hay otra cosa que ocupe o invada su mente. Ahora sus ganas se han apoderado totalmente de su cuerpo y de su consciencia y desea que aquello sea una realidad: ya basta del hostel, ya basta de aquella rutina idiota, desea vida.


Afuera, a más de mil kilómetros de distancia del departamento de la chica de los piercings, un grupo de mujeres preparan la cena para aborígenes Wichi. En una gran olla de fundición hierve un gran guiso que desprende un aroma que enloquece las tripas de todos los comensales. El olor abandona la casa precaria y se eleva hacia las estrellas. Aborígenes y mujeres ríen y dialogan en torno al fuego de la cocina. Lentamente la noche a caído y el monte llamado el “Impenetrable”, del Chaco argentino, se ha vuelto oscuro y frío.

Hay un cielo estrellado en Villa Rio Bermejito. Los aborígenes, en su totalidad, están en sus casas a la espera de la cena. Lourdes hecha el arroz y revuelve lentamente el contenido de la olla con una gran cuchara de madera. Su tatuaje en el brazo es motivo de admiración para los aborígenes. Los más viejos, hablando en lengua Qom, cuchichean sobre el niño que ella tiene dibujado en el brazo. Una mujer anciana mientras murmura señala las estrellas. Tal vez sea el asteroide quien ha llamado su atención y lo ha ubicado en medio del cielo nocturno. Lourdes sonríe. Sabe que los tatuajes son llamativos para los aborígenes. Una niña wichi se acerca y con la punta de su dedo corazón toca la cara del Principito en el brazo de Lourdes. Sale corriendo. Ríe. Se asusta. Lourdes hace gestos que solo es un dibujo. Les dice en lengua Qom que aquello es algo irreal, fantástico, un ser imaginario, algo así como los dioses y espíritus en los cuales ellos creen.

Finalmente la cena es servida y todos comen como una gran familia.

Arriba las estrellas titilan e iluminan como un manto de diamantes el impenetrable chaqueño. Los niños son los primeros en ir a dormir, los ancianos le siguen y los adultos y más jóvenes se quedan junto a las mujeres de la misión alrededor del fuego a contarse historias. Sin embargo esa noche Lourdes está cansada. El calor de la cocina y el fresco de la noche le han bajado mucho sueño. Piensa en dormir para levantarse temprano. No se queda a la reunión. Ya en su cama se quita las zapatillas, el sombrero, los pantalones, y se mete en la bolsa de dormir. Afuera los grillos cantan canciones de cuna. Un par de lechuzas seducen a la oscuridad con sus sonidos y el viento con su soplar invita al sueño. Las hojas de los eucaliptos friccionan entre oleada y oleada de viento. Es un ruido demasiado enternecedor para quienes están exhaustos. De a poco Lourdes va perdiendo consciencia, sus párpados se tornan pesados, sus ojos se entrecierran, y comienza a pisar el umbral de los sueños. Finalmente todo es oscuridad.


El iPod cae de la cama y por los auriculares susurra una canción de Nirvana. La mano queda tendida al vacío sobre el costado de la cama. La luz de la habitación está apagada y solo queda encendido un velador. Afuera el cielo se ha cargado de nubes. Lloverá. La chica de los piercings respira suavemente, sueña, anhela otra vida.


(Continuará en un próximo capítulo...)


Safe Creative #1103018608646

(Imagen: http://www.paraver.com.uy/wp-content/uploads/2010/10/principito1.jpg )


Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6
Leer más...

Saint-Exupéry (seis)




SEIS


En los días sucesivos a la muerte de mi madre comencé a organizar la casa de una manera distinta. Si iba a vivir allí debía de darle un nuevo enfoque, sentirme a gusto, no rodearme en exceso de recuerdos que me hiriesen y por sobre todo tener en claro que ahora ya no era la casa de mi madre sino la mía propia.

Junté toda la ropa que había dentro del armario y el viejo ropero de su habitación. Armé unas cuantas cajas y tras cerrarlas y encintarlas las subí a la camioneta para luego llevarlas a una organización sin fines de lucro que se encargaba de reciclar ropa usada para clases sociales marginales. Hice lo mismo con adornos, zapatos, bisutería. Solo me quedé con sus libros y sus amados cuadros. Recuerdo haber apilado sus cuadros junto a una de las ventanas del frente de la casa y al cabo de un rato verlos iluminados por un grueso rayo de sol que se posaba sobre ellos. Me causó una profunda alegría ver como los coloridos cuadros parecían tomar vida bajo los efectos de aquel sol. Me senté en el piso, crucé las piernas, y mientras una brisa mecía las cortinas de la ventana contemplé con mucha nostalgia aquellos cuadros. Recorrí los marcos con mi vista y rememoré el origen de cada uno de ellos.

Observé con detenimiento los cuadros que ella tenía desde antes de casarse hasta aquellos que le habían sido regalados por sus amistades durante toda su vida. Amaba a todos por igual, pero tenía su corazoncito con unos pocos, tal vez los que a simple vista de otros pasaran desapercibidos pero que para ella tenían la exquisitez de transmitir sensaciones ocultas. Se puede decir que Elena Villalobos tenía un toque sutil y único para observar el arte. Sin embargo yo no había heredado nada de eso. Ni siquiera en todos los años que fui a estudiar dibujo y pintura logré hacer que mis manos dibujaran algo presentable, ni que mi gusto por la pintura se desatara y acrecentara. De algún modo se nace con ciertas aptitudes para el arte, así lo he considerado siempre.

Entre los cuadros de mi madre había un par que ella supo regalarme en mi adolescencia. Los poseía ella, pues yo por aquellos tiempos poca importancia le daba al arte en sí. Tampoco ella había tomado a mal que yo no hiciera uso de ellos, pues creo que de algún modo sabía que yo no había heredado de ella ese amor por la pintura y el dibujo sino que era alguien bien distinto y más bien parecido a mi padre. Decidí quedarme con los dos cuadros que me había obsequiado y al resto los envié por correos a familiares directos e indirectos. Creí que un buen recuerdo de ella sería tenerla presente todos los días en una habitación de sus familiares. Así que tras embalarlos los envíe uno a uno por una empresa de correo privado a sus respectivos destinatarios. Finalmente colgué los cuadros que yo me había dejado. Uno en la cocina, el lugar donde más horas del día pasaba en la casa; y el otro en mi dormitorio.

Cada nuevo día miraba aquellos cuadros como si me los hubiesen regalado ella el día anterior. Bastaba con solo echarles una mirada y automáticamente esbozar una sonrisa. Contemplaba los trazos, los colores, y siempre me parecían que poseían algo distinto al día anterior. Pensé si mi madre vería del mismo modo a sus cuadros. Tal vez sí, y poco a poco iba yo obteniendo algo de aquello que a ella le sobraba dentro de sí.

Los días de sol parecían ser los más ideales para observar las pinturas. Al avanzar las horas los rayos de sol penetraban por las ventanas e iluminaban casi perpendicularmente los cuadros haciéndolos resaltar de un modo muy bello. Finalmente la casa había quedado organizada a mi gusto y solo un pequeño puñado de cosas esparcidas por ella me traían un vivo recuerdo de mi madre.


Por aquellos años, más precisamente en los otoños, bandadas de pájaros solían llegar a la ciudad y posarse sobre los cables de alta tensión. Se posaban uno junto al otro como si estuvieran atentos a algún acontecimiento que prontamente sucedería; y como por arte de magia en un determinado instante todos comenzaban a trinar. Yo los llamaba los “pájaros armónicos”. Me gustaba llamarlos así, pues me parecía que su trinar de algún modo producía eso: un sonido armónico. Cuando los pájaros llegaban uno ya sabía que traían el otoño tras de sí como si fuese una capa o manto que los persiguiera kilómetros y kilómetros en sus migraciones continentales. Al verlos llegar hasta las hojas parecían ya ponerse a amarillear.

En aquel primer otoño que me tocó vivir solo en la casa comencé a dedicarme a leer todo libro cuanto caía en mis manos. Me asocié a la biblioteca del barrio y compraba quincenalmente uno o dos libros en las librerías del centro. Leía de todo, algo que a cualquiera hubiera llamado la atención. Parecía que aquella locura se había despertado de repente en mí tras la llegada del otoño, y tal vez fuera cierto. Sentía la necesidad imperiosa de leer y pasar abstraído la mayor cantidad de horas posibles mientras tuviera en la casa. Leía debajo de la parra, en el comedor, en el baño, en la cama. Cualquier hora era buena para una lectura. Hasta desperté pensamientos como que algún día tendría las suficientes cualidades y capacidades para considerarme un escritor o poeta (cosa que jamás sucedió).

En una de las visitas a la librería “El librero del centro” ubicada en pleno centro de la ciudad sucedió de encontrarme a Lourdes. Estaba allí, removiendo libros en los estantes y leyendo párrafos de ellos. Apenas la vi sentí una gran emoción y un racconto fugaz de nuestro primer encuentro pasó por mi cabeza. Sin embargo al rato me serené y pensé que tal vez ella ya ni se acordaría de mí, pues sucede a menudo en la vida que las personas van y vienen y muchas veces ni de las caras te acuerdas ¿Sería ese aquel caso? Tal vez. Pero tampoco me apetecía mucho averiguarlo. Creo que cargarme de una desilusión no era lo más apropiado en aquel momento. Lo que menos necesitaba eran cosas negativas para mi vida. Así que me quedé ahí entre libros y estanterías observándola a lo lejos, con el especial cuidado de que no me viera, así como los “pájaros armónicos” observaban el barrio desde los cables de alta tensión.

“El librero del centro” es una librería de lujo, de gran renombre y con una exquisita ambientación para el lector ocasional o empedernido. Allí uno puede sentarse y hojear libros por horas, o simplemente tomarse un café, o también pasear entre las estanterías observando portadas de libros mientras escucha la agradable música ambiente. En el momento que vi a Lourdes se escuchaba como música de fondo una canción de Vangelis. Era “Carrozas de fuego”. Inmediatamente me sentí compenetrado por la música. Casi extasiado. Observando los movimientos de Lourdes me abstraía más y más insertándome en una especie de túnel atemporal en el cual solo podía verla a ella, escuchar la música y sentir la sensación de que la vida por un instante se había detenido y que ahora, justo en ese preciso momento, un gran acontecimiento se estaba llevando a cabo.

Así transcurrí más de tres cuartos de hora. Finalmente el túnel se disipó, la canción de Vangelis dejó de hacer eco en mi mente y volvió el silencio a los pasillos de la librería. Lourdes acomodó el bolso que llevaba en su hombro y salió por la puerta principal.

Me quedé parado un rato largo sin saber qué hacer. Analicé si seguirla o dejar todo como estaba. No deseaba decepcionarme si ella ya no me recordaba. Me vino a la mente el tatuaje del Principito y otra vez Saint-Exupéry flotaba como un fantasma presente dentro de una librería. Decidí quedarme un rato más. Tomé un libro de un estante y leí:

[Es un mundo circense,
falso de principio a fin,
pero todo sería real
si creyeses en mí.]

«It’s Only a Paper Moon»,
E.Y. Harburg & Harold Arlen


Y pensé en Lourdes y en cuánto me gustaba a pesar de nuestra diferencia de edad. Deseaba decirle que me interesaba, que me parecía una chica con muchas cualidades, que poseía una bonita sonrisa luminosa y un gran encanto. Pero tal vez ella solo viera en mí a un tipo adulto, maduro, con poco atractivo. Y no sería malo pensar así. Entonces me dije que estuve en lo correcto de no haber avanzado y tan solo haberla observado desde lejos. Cuando decidí irme en la librería ponían una vez más la misma canción de Vangelis y entonces me sonreí, aunque con tristeza.

(Continuará en un próximo capítulo...)


Safe Creative #1103018608332


Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5


(Imagen: "DESAMOR" de Raquel Marín http://raquelmarin.blogspot.com/ )
Leer más...