Saint-Exupéry (diecinueve)

DIECINUEVE

Un mechón de cabello caía sobre el rostro de Lourdes. Cada vez que se agachaba y hundía el balde en la orilla del río el mechón caía y dejaba ver borrosamente el agua. Entonces lo acomodaba con gracia y feminidad detrás de su oreja para luego proseguir con su labor. Tras llenar el balde caminaba doscientos metros hasta el campamento y ahí ponía a hervir el agua en una gran olla. De ese modo eliminaba toda bacteria e impureza. Finalmente después de un rato de hervor colaba el agua en un colador con agujeros diminutos y estaba lista para ser consumida. Aquello era una acción diaria a realizar cuando los integrantes del grupo ecologista al que ella pertenecía se adentraban en zonas selváticas por un tiempo prolongado. Carentes de todo tipo de comodidades debían echar mano al uso de todo lo aprendido en los cursos de supervivencia y en la experiencia que habían adquirido en tantos años. La selva, por más bonita y exótica que parezca a nuestros ojos, suele convertirse en un enemigo agazapado que tan solo espera un mínimo error para caer ágilmente sobre su presa.

Después de repetir aquella acción unas cuantas veces y de llenar varios bidones de agua se sentó a descansar. Sacó un libro de su mochila y recostada sobre un grueso tronco se dispuso a leer. Unos haces de luz se instalaron sobre su rostro y las páginas abiertas del libro. Los pájaros cantaban en lo alto de la copa de los árboles y un viento con olor dulzón bajaba de las montañas. Por un momento cerró el libro y sus ojos para permitirse escuchar el sonido de la naturaleza. El sonido parecía subir de volumen y afinarse cada vez más a medida que se introducía delicadamente por sus oídos. Al atravesar su mente aquellos sonidos dibujaban imagenes muy variadas. Algunas eran de índole extrañas, otras pertenecían a fragmentos vividos en la selva y en sus excursiones, y otras a recuerdos de su vida íntima. Entre esas imagenes una la sobresaltó. Era la imagen de un viejo recuerdo. Algo vivido hacia unos años y que nunca había vuelto a su mente por algún gesto de su memoria. Al revivir aquel recuerdo esbozó una pequeña sonrisa y acomodó sus omóplatos sobre el tronco “¿Adónde estarás?”, susurró.

Tras abrir los ojos dejó la mirada clavada en la copa de los árboles. Estos se mecían con algo de bravura gracias al viento del norte. Los pájaros parecían cantar con mayor vivacidad y aquel olor dulzón que el aire traía consigo ahora parecía haberse estancado a su alrededor. Prosiguió con la lectura del libro pero no pudo concentrarse demasiado. Al cabo de un rato cerró el libro y se sentó en el tronco adquiriendo una pose de meditación.

- ¿Estás bien, Lourdes? -preguntó su compañera Carmen.
- Sí, lo estoy -respondiendo casi sin mirarla.
- Pareces estar en otro sitio.
- Creo que por un instante me ido, sí. Me ha pasado eso.
- ¿Y se puede saber a dónde te has ido?
- A un viejo lugar que recordé. En otra provincia, en una ciudad que visité hace unos años.
- ¿Un bonito recuerdo?
- No lo sé. Diría que más bien era extraño. Nunca más volví a recordar aquellos días y ahora, al cerrar los ojos, aquel momento se plantó delante mío como si estuviera viendo una escena de una película. Se sentía tan vívido, tan cercano, que hasta me entraron ganas de revivirlo.
- Tal vez haya sido algo importante y profundo -dijo Carmen.
- Tal vez... es que a veces las cosas en el momento que suceden no tienen ese tinte especial que luego, con el paso del tiempo, van adquiriendo. Había alguien en esa escena, un hombre que conocí por esos días y con el cual nos hicimos amigos. Él estaba en el recuerdo y me hablaba. Se sentía tan real. Y de pronto al escuchar su voz recordé sus gestos, su modo de mirarme, sus palabras, y esa manera tan especial de ser conmigo. Éramos dos completos desconocidos por aquellos días, pero luego de un par de encuentros parecía como si nos conociésemos de toda la vida.

Carmen tomó asiento al lado de Lourdes en el tronco.

- Y dime Lourdes, ¿por qué no has vuelto a ver a ese hombre?
- No lo sé. Supongo porque la vida lo quiso así. Tú me entiendes...
- Algo.
- Pues verás, fue una amistad oportuna y fugaz. Nació así, se dio así, y terminó así. No había nada extra. No lo miraba con ojos de mujer, solo lo hacía con ojos de amistad. Además él me doblegaba en edad, y por más que me pareciera un hombre interesante, bueno y culto, no se me cruzaba la cabeza de pensar en él de otra forma más que amigo.
- Bien, bien, pero eso tampoco te ha impedido que vuelvas a saber de él, ¿cierto?
- Sí... cierto... tienes razón, Carmen.

Carmen se levantó y dio un par de palmaditas a Lourdes en su mejilla izquierda. Lourdes sonrío y volvió a clavar su mirada en lo alto de los árboles, como si allí, en medio de la espesura existiese una mínima respuesta a aquellas preguntas que ahora su mente y su interior le estaban murmurando.

Al anochecer, a la hora de la cena, el grupo de ecologistas se reunió en torno al fogón. Las carpas dibujaban difusas siluetas contra la oscura espesura y el fuego además de calentar los cuerpos iluminaba con una luz anaranjada y brillante todo cuanto se cruzaba en su paso. Mientras cenaban Lourdes permaneció en silencio. Viejos recuerdos olvidados, extraños, seguían emergiendo de las profundidades de su memoria. Como si aquel día una diminuta tapa invisible hubiérase abierto y por el agujero ahora se liberaban cosas que ella jamás pensó podían escapar. “¿Por qué ahora?, ¿por qué justo en este momento?, hoy...”, se preguntó.

Carmen sentada frente a Lourdes entre bocado y bocado echaba un vistazo a su compañera. Sabía que algo la mantenía sumida en ese silencio profundo, pues no era habitual ver en aquel estado a una de las chicas más extrovertidas del grupo. Al terminar la cena ella invitó a caminar a su amiga. Lo hicieron por la costa libre del río. El agua parecía negra debajo del brillo lunar. Un murmullo constante era arrastrado a lo largo del río y un manto de humedad neblinoso se posaba lentamente sobre toda la vegetación y la superficie del agua. Lourdes continuaba ensimismada, abstraída casi por completo en sus propias cavilaciones.

- ¿Aún sigues con ello? -preguntó Carmen.
- Sí, es que no puedo dejar de pensar en aquellos días, Carmen.
- Parece que después de todo ha sido algo muy importante en tú vida.
- Créeme que jamás lo pensé así.
- Te diré algo -dijo Carmen al detener su marcha- ¿alguna vez te ha sucedido de encontrarte con alguien que hacía tiempo no habías visto en tú vida?, ¿o ver pasar a alguien que cierta vez formó parte de tú vida?
- Tal vez -dijo Lourdes mirándola fijamente.
- Y si eso te ha pasado ¿no te has preguntado por qué sucede así, de repente? Yo a veces sí lo he hecho. Es como si aquello que sucedió en los días donde la vida hizo que coincidieras con esa persona quedara inconcluso, o en suspenso, para lograr su total completitud en un futuro que podría ser cercano o lejano. A veces pienso, cuando estas cosas suceden, que hay círculos que se abren cuando una persona entra en nuestra vida y no termina cerrándose inmediatamente. Es como que aún falta algo más por aprender para que el círculo termine cerrándose. Es como que la enseñanza y la vivencia que la vida quiere mostrarnos presentándonos a esa persona en nuestra vida aún no termina y queda latente.

Lourdes asintió con un gesto de su cabeza. Luego prosiguieron caminando un rato más por la orilla del río en silencio.


Cinco días después, cuando el último día de la misión ecologista llegó, Lourdes tomó una decisión. Tras echar en su mochila sus cosas personales comprendió que por algo aquellos recuerdos venían a borbotones en su mente. Concentrada, decidió tomar otro rumbo y no asistir a la próxima misión. Habló con Carmen y le explicó lo que pensaba. Su amiga comprendió al dedillo lo que Lourdes sentía y no tuvo la menor objeción para que se ausentara de la próxima misión. Tras dejar el campamento Lourdes fue llevada a una estación terminal de colectivos situada en la base de un pequeño cerro. Por aquel sitio llegaban uno o dos colectivos diarios que suministraban de mercadería a las aldeas vecinas y trasladaban a algún turista o lugareño hacia la gran ciudad.

La estación era pequeña y constaba solo de una oficina y dos paradas para colectivos. Otra construcción, que estaba en frente de la estación, hacía la vez de cafetería, venta de diarios y revistas, y peluquería. “Un punto en el mundo”, pensó Lourdes, y dejó su mochila en el suelo, al lado de un banco de madera. Tras sentarse apoyó su nuca en el respaldo del banco y cerró sus ojos. Otra vez olió el aire dulzón que bajaba desde las montañas. Su corazón se estrujó, amaba aquellas latitudes. “Tal vez algunas plantaciones de bananos o frutales”, se dijo. Apretó los labios y evocó nuevamente los pensamientos que la habían convencido de volver a la ciudad. En ellos, Lourdes se sentía cómoda, increíblemente feliz. Dialogaba con aquel hombre que había conocido y sonreía. Charlaban de los más diversos temas, y él, a pesar de casi doblegarle la edad, le parecía un animalillo totalmente indefenso y vulnerable. Sin embargo de sus palabras emanaba mucha sabiduría, de esa sabiduría que solo aquellos que han vivido una vida de aprendizaje pueden explicar y esbozar. Sintió en lo profundo de su corazón que debía de dilucidar aquel intríngulis que su cabeza le había planteado. Cada vez que aquellos recuerdos afloraban un mar de preguntas venían a su mente, siendo la principal aquella que, a manera casi inflexible, requería como contestación qué y porqué aquel hombre resultaba tan importante.

En la cafetería de enfrente un señor bajo y calvo colgaba un cartel escrito con tiza. En él se podía leer el menú del día: carne asada, papas fritas y de postre flan. Tras colgarlo se adentró nuevamente en el local y dio vueltas otro cartel que indicaba que ahora el negocio estaba “abierto”. Lourdes sonrió. Encontró simpática aquella acción del hombre. Después de esperar más de media hora un colectivo aparcó en la parada. En su interior venían unos pocos lugareños cargados de cajas y bolsas de mercadería. El conductor, un tipo fornido y de gruesas cejas, tras bajar descargó unas cuantas cajas que llevó a la cafetería.

- En veinte minutos salimos, niña -dijo a Lourdes.

Ella asintió con una sonrisa. Tomó el boleto y contempló el destino que indicaba el mismo. “Otra vez a la ciudad”, se dijo, y tras tomar una bocanada de aire miró al cielo.

(Continuará en un próximo capítulo...)

Safe Creative #1104279081162

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16 - 17 - 18
Leer más...

Saint-Exupéry (dieciocho)

DIECIOCHO


El martes siguiente a la salida de la redacción decidí volver caminando a casa. Aún no anochecía y el cielo, distinto a otros días, aún permanecía bastante claro y el sol emitía sus últimos rayos. Daba la impresión de un cielo cargado de pureza que invitaba a disfrutar de la vida. Puse el saco en mi brazo, y comencé a caminar lentamente observando todo cuanto a mi paso se cruzaba. Las calles se presentaban ante mí como cintas grises que se perdían en un horizonte de cemento. En el andar diario uno casi siempre pierde el enfoque de las cosas simples. Ni siquiera es capaz de observar el cielo, ni los pájaros, ni el verdadero rostro de las personas. Durante la caminata observé todo aquello como si jamás lo hubiera hecho, como si acabara de nacer y todo cuanto me redoeara fuera algo extraño e incomprendido. Marina Fernández se había retirado antes de la empresa, tenía una reunión con ejecutivos de otro multimedio. Por esos días estábamos en tratativas de publicar un nuevo suplemento referido a ecología latinoamericana y si aquello se daba tendríamos muchísimo trabajo y tal vez premios para todos. Marina dejaba horas extras de trabajo en ello con el afan de lograr ese objetivo.
Tras caminar un kilómetro aproximadamente sentí la frenada de unos neumáticos a mi lado. Cerré los ojos y pensé lo peor. Por un instante se me heló el corazón. Sin embargo al volver mi mirada hacia el vehículo vi cómo Marina sonreía.
- ¿Estás loca? -dije con un gesto en mi sién.
- Perdona, no pensé que fuera a molestarte.
Subí al automóvil y tras cerrar los ojos recuperé la calma.
- ¿Qué haces por aquí? -preguntó ella.
- Nada, solo tenía ganas de caminar hasta mi casa. El atardecer está hermoso.
- Sí, la verdad que está hermoso ¿Quieres que te lleve a tú casa, quieres caminar, o quieres que te lleve a un lugar que no conoces?
- ¿Que no conozco?
- Sí, que aún no conoces.
Por un momento pensé si quedaba algún lugar de la ciudad que no conociera. Me respondí que seguramente no, pero tampoco podía asegurarlo. Uno siempre piensa que conoce todo pero suele equivocarse.
- Vayamos a ese lugar desconocido -dije asintiendo.
Tras arrancar el automóvil enfiló hacia la circunvalación. Se veía en el horizonte como el sol ya estaba casi totalmente oculto y la luna se hacía poco a poco más y más visible. El camino era recto, sin ningún contratiempo de baches, lomas de burro o peajes.
- ¿Adónde me llevas? -pregunté.
- Es secreto. Al llegar lo verás.
Condujo más de media hora hasta que finalmente se detuvo frente a la tranquera de un campo. Habíamos hecho un par de kilómetros por tierra antes de llegar allí. Tras detener el automóvil Marina bajó, insertó una llave en el candado de la tranquera, la abrió, y volvió a poner en marcha el automóvil.
- Eres una caja de sorpresa -me salió decirle.
Sin contestarme puso en movimiento el automóvil y se adentró en el campo.
Después de unos setescientos metros siguiendo la huella se dibujó inmediatamente delante nuestro una gran laguna. Era totalmente azul, y el sol poniéndose sobre el horizonte contrastaba magníficamente sobre sus aguas.
- ¡Qué belleza! -exclamé.
- Sí, es muy bello.
Tuve la sensación de estar en otro planeta. Inmediatamente recordé aquella noche que junto a la chica-de-los-piercings estuve en la playa. El brillar de la luna, el fulgor de las estrellas, todo aquello causó en mi una gran admiración, tal como ahora lo causaba esa puesta exquisita del sol.
- Este campo es herencia de mi familia -dijo ella. Aquí suelo venir cada tanto cuando necesito pensar o esparcir mi mente. Nunca he traído a nadie conmigo, eres la primera persona que se llega hasta aquí en mi compañía. El mantenimiento del campo lo hacen empleados que mantengo desde la muerte de mi padre. Yo solo me limito a administrarlo tras una computadora y cuentas bancarias. Pero a veces me da por venir y quedarme aquí, a mirar la laguna y los atardeceres.
- Es muy bello, Marina...
- Sí. Me hace recordar mucho a mi padre. Él solía traerme de niña aquí. Caminábamos por la costa y hablábamos de cualquier cosa que yo quisiera. A veces me traía con una pequeña caña y nos sentábamos largo rato a pescar. Cuando pescaba algo él hacía bromas. Me decía que había sacado el pez más pequeño de la laguna y que seguramente él sacaría el mayor. Hecho de menos su compañía. Es difícil haber sido hija única y sentir que aquella compañía emblemática de tú padre de un día para el otro desaparece.
Mientras observaba el movimiento de las aguas de la laguna pensaba en las palabras que Marina me decía. Tenían un dejo de tristeza en su entonación, como si del agua saliera un halo que lo envolviera todo y trajera el espíritu de su padre a hacernos compañía. Tomé una piedra del suelo y la arrojé al agua. Volví a hacerlo un par de veces más.
- ¿Te ha molestado que me fuera así el otro día? Me refiero a dejarte la nota y no haberte saludado.
- Un poco -respondí sin mirarla. Me quedé un poco perplejo ante esa reacción tuya, pero también entendí lo que me decías en la nota.
- ¿Has pensado en ello?
- Sí.
- ¿Y puedo saber que has resuelto?
- Sigo sosteniendo que me gustaría hallar el libro.
- Me refiero a si deseas que te ayude.
Asentí en silencio. Un soplo de viento encrespó la superficie de la laguna. El sol se había terminado de ocultar y las primeras estrellas estuvieron sobre nuestras cabezas casi desdibujadas aún entre el atardecer y el anochecer. Ahora había humedad y el aire se había tornado fresco. Apenas divisábamos nuestras siluetas.
- Es hora de ir volviendo -dije.
- Espera un poco más. Veamos cómo la luna y las estrellas se quedan perfectamente colgadas del cielo.
Cruzó sus brazos por mi cintura y apoyó su cabeza en mi hombro. El anochecer poco a poco fue ganando espacio y acaparó por completo todo el cielo. Se podía observar el titilar de las estrellas y el brillo inmaculado de la luna.
- ¿No es hermoso? -dijo ella.
- Sí, lo es -suspiré.
Volvimos por la ruta en silencio. Ella extendió la mano y pulsó el botón de encendido del reproductor de música. Una canción de U2, “One”, comenzó a sonar. Me sumí en pensamientos neblinosos mientras escuchaba aquella canción. La noche se cerraba más y más y a lo lejos se podían ver las luces de la ciudad. Me gustaba ir sentado en aquel automóvil, al lado de ella, y haber estado en aquella laguna compartiendo uno de sus secretos ¿Cuántos secretos más tendría ella? Las cosas más inesperadas son las que escriben más fijamente nuestra vida y memoria, y aquello que había sucedido lo era. Mientras sonaba la canción me imaginaba a Bono sentado en el asiento posterior cantándonos suavemente al oído. Muchos pensamientos curiosos se suceden cuando la mente comienza a divagar por derroteros inciertos.
Al llegar a la circunvalación ella extendió la mano y puso otra de sus canciones favoritas, “Beautiful Girl” de INXS. Entramos a la ciudad con ese bonito tema sonando por los parlantes. Tuve la sensación de estar completamente enamorado. Sí. Justo en ese momento miré a Marina y sentí el profundo convencimiento que estaba enamorado de aquella chica.
Llegamos casi a las diez de la noche a mi casa. Encendí las luces y preparé dos vasos con gaseosa y hielo. Ella se sentó a la mesa en una punta y yo en la otra. Desde allí nos contemplamos como si en medio hubiése un vasto océano.
- Quiero que me acompañes en esta búsqueda que iniciaré del libro, pero no quiero que se transforme en algo demasiado personal. Podemos encontrarlo o no -dije- y aún si no lo encontramos me quedaré con la satisfacción de haber hecho lo posible por ello,
- Está bien, lo comprendo -dijo Marina. Prométeme, hombre lunar, que algún día me sorprenderás con algo así, como ese regalo que tú padre le hizo a tú madre. Es que esas cosas son maravillosas para una mujer. Nos emocionan y nos hacen que el amor por ese hombre sea mucho más maravilloso aún.
- Prometo que lo intentaré -respondí.

Todas las noches de esa semana hicimos el amor. Ella se quedaba a dormir en mi casa e íbamos juntos a trabajar. Después de hacer el amor al apagar la luz planeábamos cómo sería nuestra búsqueda del libro. Hablábamos sobre las cosas que sabíamos, le contaba yo el relato de mi madre detenidamente, y ubicábamos lugares y posibles destinos para el viaje. Estando una de las noches charlando le conté sobre la chica de los piercings y sobre aquello sucedido en la playa. En lo maravilloso que había sido esa experiencia. Ella enmudeció por un rato. Pensé que se había dormido, pero no. En un movimiento de cortinas se filtró la luz lunar y vi el brillo de sus ojos resplandecer en medio de la oscuridad. Estaba pensando mientras mantenía sus ojos observando el techo. Terminé durmiéndome y sumiéndome en sueños que evocaban a la luna, el mar y las estrellas.
A la mañana siguiente, tras despertar, Marina estaba desnuda apoyada en el alféizar de la ventana. Me causó un impacto visual verla así, desnuda, del otro lado de la ventana recibiendo el sol de la mañana. No hacía frío, era más bien una mañana húmeda. Acercándome a ella en silencio la tomé por su cintura y la besé en el cuello.
- Buen día -dije- ¿qué haces desnuda aquí?
- Me gusta hacerlo. Me siento libre y fantástica así ¿Nunca has probado de caminar desnudo por la casa o el patio? Es algo liberador, créeme.
Sí, había caminado desnudo por mi casa muchas veces en mi vida, pero jamás lo había hecho en el patio.
- ¿Te sientes bien? -pregunté.
- Sí. Solo que me he quedado pensando en eso que anoche me contabas sobre la chica, esa, la de los piercings.
- ¿Y qué con ello?
- Nada. Solo pensaba...
Al rato entró a la casa y se puso una campera por encima de los hombros. Seguía caminado desnuda sin intención alguna de vestirse. Preparó dos tazas de café y puso unas galletitas azucaradas en una cesta. Desayunamos en silencio. Por la radio sintonizábamos un programa mañanero en el cual se daban noticias actuales y se contaban chistes. Cada tanto, tras escuchar algún chiste, ella sonreía. Yo observaba su sonrisa y la forma en que lo hacía. Hay personas que tienen en su sonrisa el espejo de su alma y tras verla sientes que son maravillosas, así era la sonrisa de ella.
- Hoy es el séptimo día, del séptimo mes de nuestro noviazgo -dijo.
Aquella frase irrumpió en medio de la habitación acribillando el silencio. “El séptimo del séptimo”, dije en voz baja mientras sorbía café. Había pasado el tiempo y de una manera que jamás pensé que lo haría. Arrastré mi mano derecha por la mesa y toqué la suya. Entrelazamos los dedos y nos quedamos mirándonos con cierto aire extasiado através del vapor de las tazas de café. Afuera el sol comenzaba a remontar el día como si se tratara de un barrilete deseando subir al cielo. Adentro el amor remontaba más amor como sucede siempre cuando dos seres humanos se encuentran enamorados.

Safe Creative #1104269067633

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16 - 17
Leer más...

Saint-Exupéry (diecisiete)

DIECISIETE


En el alféizar de la ventana del dormitorio un par de gorriones irrumpieron con su juego despertándome. Los observé por un instante. Se los veía tan pequeños y libres, disfrutando del placer del poder vivir un nuevo día, que de pronto me entró un profundo deseo de sentir al menos por unos cuantos siglos la inmortalidad. Marina yacía a mí lado, dormida, con la mitad de su cuerpo tapado por la sábana y la otra mitad expuesta, exhibiendo una exquisita desnudez. Me reincorporé y observé por un instante a los gorriones que ahora estaban ambos parados en la esquina del alféizar. De repente levantaron vuelo y se elevaron al cielo como si con aquel gesto indicaran a quien los observase que hay un mundo infinito en el cual se puede volar y ser libre. Seguí sintiendo aquellas ganas de ser inmortal.

Tras vestirme me senté en la cocina a tomar una taza de café. Era un día cálido, un domingo parecido a otros domingos ya vividos, pero sin lugar a dudas era distinto pues había amanecido con una mujer en mi cama y en mi propia casa. Por lo general los domingos son demasiado tranquilos y mucho más en el barrio donde siempre he vivido. Las calles aparecen solitarias de punta a punta, y solo los vecinos que salen a comprar sus mercaderías se dejan ver cerca del mediodía. Mientras sorbía el café pensaba en lo ocurrido la noche anterior. Los besos, las caricias, la desnudez de Marina, el modo de mirarnos y de decirnos las cosas con frases cortas, los besos diminutos sobre la piel, el éxtasis del orgasmo final. Sin dudas sería una noche que jamás olvidaría, pero aún no lograba unir las partes del rompecabezas que estaba desintegrado dentro de mi “yo”. No sabía qué sentía por ella ni tampoco podía expresarlo. Muy pocas cosas pueden expresarse con palabras. Los sentimientos son tal vez los más complicados de expresar para los seres humanos.

Tras terminar la taza de café me vestí y me senté en los escalones de la entrada de la casa. Observé la callé hacia un lado y hacia el otro y seguía estando tan vacía como cuando la observé tras levantarme. Todos dormían aún, me dije. O bien todos estaban dentro de sus hogares desayunando y viviendo con intensidad sus lazos afectivos en familia. Esa imagen me hizo recordar a mi madre y a su vez me hizo extrañarla. Debía tener en claro qué significaba para mí Marina Fernández pues no quería herirla ni herirme yo tampoco. La vida cambia vertiginosamente el destino para nosotros y si no estamos bien aferrados podemos golpearnos duro, y en ese mismo golpe arrastrar y hacer daño a otras personas. Y no quería eso. Al contrario, lo que más deseaba era ser completamente feliz.

Volví al interior de la casa y vi que Marina comenzaba a despertar. Me senté en el costado de la cama que había ocupado yo la noche anterior.

- ¿Ya has vuelto de la luna? –dijo con una sonrisa y desperezándose.
- Sí, hace un par de horas –respondí.
- ¿Tanto?, ¡me hubieras despertado! –exclamó aún con aquella bonita sonrisa en su rostro.

Dejó caer la sábana y su desnudez irrumpió en el aire de la habitación. Su belleza corporal era casi perfecta. Poniéndose de rodillas sobre el colchón me rodeó con sus brazos, apoyó sus pechos en mi espalda y dándome diminutos besos en mi cuello dijo que estaba feliz de estar allí, justo en ese instante, conmigo. Podía sentir la tibieza de sus pechos en mi espalda y eso me hizo tener una erección. Volvía a tener ganas de hacer el amor con ella y de no dejar de sentir esa exquisita sensación, sin embargo sabía dentro de mis fueros interiores que debíamos de hablar para que aquello no se estrellase y sí tomara por un buen camino.

- ¿Qué piensas que es esto? –pregunté.
- ¿Esto?, ¿te refieres a lo de anoche?, ¿a hacer el amor y estar aquí, ahora, despertando en tú casa, besándonos, y todo eso?
- Sí.
- Pues creo que es algo que naturalmente ha surgido –dijo cerca de mi oído izquierdo- Es algo que vengo deseando desde hace tiempo cuando empezaba a sentir que eras distinto a los demás hombres.
- ¿Yo distinto?
- Sí, no olvides que eres mi hombre lunar.
- Hablando en serio –interrumpí- ¿crees que soy distinto? Yo me considero común y corriente, a veces hasta un tipo verdaderamente vulgar y con pocas luces.
- Pues no deberías verte así. A las mujeres no nos gusta que un hombre se menosprecie. No lo hagas. Aunque creo que es un truco que usas adrede, pues sabes perfectamente cuán importante e inteligente eres.
- Nunca había pensado en eso –dije. ¿Crees que lo hago adrede?, me refiero a generar una especie de escudo protector para atraer y a su vez no ser lastimado haciéndome ver como un tipo menos de lo común.
- Sí. Creo que lo haces un poco conscientemente, pero la gran parte de las veces inconscientemente. Es tú modo de seducir. Es tú manera de ingresar la llave en la puerta del corazón de una mujer.

Mientras la escuchaba decir aquello puse mi mentón entre mis manos y en una perfecta pose de “El Pensador” me quedé sopesando sus palabras. Había algo de cierto en todo lo que decía. Ella había logrado desmenuzar mi personalidad y organizar parte del rompecabezas de mi propio ego.

- Creo que estoy enamorada de ti.

Tras escuchar aquello sentí un impulso terrible de besarla.

Hicimos el amor durante toda la mañana poniéndole un broche de oro a aquel día domingo de una manera espléndida. Recién salimos de la cama al atardecer, cuando los últimos rayos de sol se iban escondiendo detrás de la parra y ya no tenían fuerza para traspasarla. Nos vestimos y tras tomar un vaso de gaseosa quedé de acompañarla a su casa. Ahora la calle ya estaba habitada. Se veía a familias paseando, a algunos vecinos sentados en las verjas de sus casas observando a la gente pasar. Una paz y tranquilidad podía observarse por donde se mirase.

Apenas hicimos un par de metros ella me tomó de la mano y entrelazó sus dedos con los míos. Me sentí increíblemente bien. Algo había cambiado y de manera drástica. Cuando hizo aquello la miré de soslayo y ella se veía sonriente, feliz, dejando que el viento golpease de lleno en su rostro y su pelo, desordenando sus hermosos bucles.

Al caminar unas cuadras cruzamos por enfrente del viejo edificio del hostel “Roma”. Ya casi estaba el ciento por ciento demolido y un cartel gigante explicaba aquello que Pérez me había dicho: sería un edificio con departamentos únicamente para gente de la tercera edad. Sin embargo no sentí nada en especial al pasar por allí. Eso me causó una increíble extrañeza. Era la primera vez después de mucho tiempo que aquel sitio no accionaba silenciosamente sobre mi subconsciente. Marina seguía tomada de mi mano y caminaba con una sonrisa a flor de labios. El anochecer ya estaba presente y las primeras estrellas se plasmaban en el cielo. Las marquesinas y los carteles de neón comenzaban a encenderse y así el día dejaba paso a la noche.

Tomamos un colectivo que nos depositó casi enfrente del edificio donde Marina Fernández vivía.

- ¿Quieres subir? –me preguntó.
- Hoy no, prefiero volver a casa y descansar. Ha sido un día muy atípico –dije sonriéndome.
- Sí, lo sé –dijo ella.

Nos despedimos con un beso en los labios y esperé a que entrara al edificio. Cuando perdí su silueta de vista di media vuelta y comencé a caminar en dirección a la parada de colectivo. Al llegar, una anciana esperaba sentada mientras tejía algo con agujas y lana. Me descubrí sonriendo. Estaba apoyado en el caño que sostenía el cartel indicador de la parada y no podía dejar de sonreír. En ese instante caí en la cuenta que hacía mucho tiempo que no sonreía, y se sentía exquisitamente bien.

- ¿Está feliz, hijo? –dijo la anciana irrumpiendo en medio del silencio.
- Sí, señora… muy feliz –respondí.
- Hmmmmm ¿amor?
- Tal vez… tal vez…


Ese lunes al llegar a la redacción Marina Fernández ya estaba allí como siempre, leyendo sus diarios y tomando un café. Pero esta vez fue distinto. Apenas me vio llegar me hizo una seña que me llegara a su oficina. Al entrar, y sin miedo a que nos viera nadie, me besó en los labios. Pude sentir la mirada de toda la redacción en mi nuca. Sin embargo no me interesó. Al salir a prepararme un café Pérez fue el primero en abordarme.

- ¡No lo puedo creer! –dijo con una sonrisa- ¡¿viste?!, ¡yo tenía razón, amigo!... ¡te felicito!
- Sí, tenías razón –respondí.


Esos días fueron los más felices de mi vida. Mi relación con Marina Fernández comenzó a acrecentarse y poco a poco empecé a notar que la semilla del enamoramiento había calado hondo en mi corazón. No concebía un solo día sin estar junto a ella, y pasaba la mayor parte del día con su presencia. Fui descubriendo poco a poco lo hermosa mujer que era y su belleza exterior fue quedándose relegada y dándole paso a su belleza interior. No podía entender como no logré nunca ver en ella todo aquello que ahora se posaba frente a mis ojos. Desde la calidez de sus gestos hasta la dulzura de sus palabras. El modo de mirarme, la manera de tratarme, la necesidad de estar a mi lado, el deseo de hacerme suyo, todo era nuevo y emocionante. Lograba introducirme día tras día en aquel maravilloso laberinto del enamoramiento del cual no quería salir por nada del mundo.

Una de las mañanas al despertar ella me atrapó con sus brazos y me retuvo en la cama.

- Espera, no te levantes, quiero preguntarte algo ¿Puedo?
- Claro –respondí aún con los ojos cerrados.
- ¿Hay cosas que te guardas y no me cuentas?, me refiero a si guardas secretos o vivencias en tú interior que te son difíciles de contarme.
- Todos lo hacemos –dije- y supongo que es sano que suceda, después de todo es parte de nuestra intimidad.
- ¿Me contarías algún secreto esta mañana?

Y se me ocurrió.

- Tal vez…
- ¿Tal vez?

Mientras comenzaba a vestirme tuve unas ganas irresistibles de contarle sobre el libro que mi padre había regalado a mi madre el día que se conocieron. Surgió así, de repente, como un rayo dentro de mí cabeza, que decía “cuéntaselo… cuéntaselo”.

- Hay algo que no te he contado nunca –comencé diciendo- y es referido a mi madre y mi padre. Me enteré de ello poco tiempo antes de la muerte de mi madre. Se trata de un libro…
- ¿Un libro?, interesante…
- Sí, un libro que mi padre le regaló a mi madre el día que se conocieron.
- ¿Y qué libro es?, ¿cuál es su título, cuál su autor?
- Bueno, esas respuestas son parte del misterio. Verás, el día que mi padre se lo regaló a mi madre ésta no se lo quedó, lo dejó a un sacerdote en una iglesia.
- ¿Y por qué haría aquello tú madre?
- No lo sé. La gente hace cosas alocadas a veces –respondí dándome vuelta y mirándola.
- ¿Y nunca te han entrado ganas de saber qué libro es o su autor?
- Pues a veces sí. Desde que lo supe el bichito de la curiosidad me suele visitar. Pero eso no es todo.
- ¿Hay más?
- Sí. Yo prometí a mi madre que buscaría el libro y me lo quedaría. Que encontraría la iglesia y localizaría el libro. Siempre y cuando el sacerdote aún viva o bien le haya dejado el libro a alguien si no está vivo.

Ella entonces se sentó en la cama sujetando sus piernas con sus brazos. Su desnudez seguía siendo exquisita. Por un momento quedó en aquella pose, dubitativa, pensante. Seguí vistiéndome. Al salir de la habitación tuve el presentimiento que aquel pensamiento que a ella la mantenía atrapada era muy importante en sí. Pocas veces había visto aquella manera de mirar en ella. No quise interrumpirla. Decidí regar las plantas del jardín y acomodarlo un poco, quitando las malas hierbas y podando las ramas de la parra que caían casi medio metro en dirección al suelo. Estuve trabajando en el jardín cerca de una hora y Marina no aparecía. Pensé que se había dormido, entonces entré despacio y me dirigí a la habitación. Encontré la cama revuelta, y una nota sobre las sábanas:

“Ante todo discúlpame por irme sin despedirme. No sé qué me pasa pero tengo necesidad de salir ya y tomar un poco de aire fresco.
La historia que me has contado sobre tus padres, el libro y la promesa de encontrarlo me ha vulnerabilizado demasiado ¿Aún existen historias de amor así? Creo que me he vuelto demasiado escéptica con los años. Quisiera ayudarte, si me lo permites, claro, a encontrar ese libro. Pero es ahí donde me he quedado varada en mis pensamientos: ¿aceptarías que te ayude aun sabiendo que yo anhelaría tener algo como lo de tus padres contigo? Me parece justo decírtelo de antemano. Me interesas, y mucho. Y el hecho de ofrecerme a ayudarte no quiero que sea una presión para ti, ni mucho menos.

Piénsalo.

Ya sabes dónde encontrarme…

Marina.”


Volví al jardín y terminé de arrancar la mala hierba. Arrojé todo en una bolsa y lo deposité en la vereda para que el camión de la basura lo recogiera. Corté unas margaritas y las coloqué en un jarrón con agua limpia sobre la mesa de la cocina. Luego me senté a la mesa y me sumí en pensamientos. Debía tomar una decisión: buscar o no aquel libro.

Safe Creative #1104259055756

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15 - 16
Leer más...

Saint-Exupéry (dieciseis)



DIECISÉIS


Era sábado por la tarde y me disponía a tomar un café tendido en el sofá. Hacía poco rato había llovido y por la puerta del patio entraba olor a tierra mojada. Los pájaros revoloteaban y jugaban sobre la parra y poco a poco el cielo iba abriéndose y esparciendo sus nubes. En eso sonó el teléfono.

- Hola, ¿ya has vuelto? –dijo Marina Fernández del otro lado de la línea.

Posé la taza de café sobre la mesa ratona y me tendí en el sofá, con los pies apoyados sobre un respaldo y mi cabeza en el otro.

- Sí, he vuelto –dije un tanto melancólico.
- Te he echado de menos. No sé bien el porqué, pero los días en tú ausencia han sido largos y tediosos.

En ese instante recordé las palabras de Pérez. De repente todo parecía estar muy claro. Mi corazón comenzó a latir con más ánimo y las manos comenzaron a sudarme. Me incorporé en el sofá y mientras miraba el suelo proseguí la conversación.

- ¿Por qué crees que me has extrañado durante mi ausencia, Marina? –pregunté con cierta ansia que indudablemente ella pudo sopesar del otro lado de la línea.
- Ya te he dicho que no lo sé. Pero aún lo supiera no te lo diría por teléfono. En este momento no soy tú compañera de trabajo, soy tú amiga que te está llamando por teléfono a tú casa. Y eso es un gran diferencia. Creo que estando en este rol las cosas te las diría únicamente frente a frente y no a través de un teléfono o una computadora.
- Es cierto –respondí.
- ¿Quieres verme?
- Sí –dije sin dudar un instante.
- ¿Ahora?
- Ahora… ven a cenar…
- Ahí estaré.

Con un impulso me levanté del sofá, me calcé las zapatillas y tras agarrar la billetera salí rumbo al mercado a comprar mercaderías para hacer una rica cena. Mientras iba rumbo al mercado crucé por el frente del viejo hostel “Roma”. Yacía semi derrumbado, dando una apariencia tétrica al lugar. Detuve un instante el paso y contemplé con añoranza las ruinas. Al cabo de un instante proseguí camino y tuve la sensación que una sombra se había colado en mi espalda; una sombra que había huido de las ruinas y deseaba permanecer conmigo y no ser extinguida. Al llegar al mercado esa sensación se esfumó y entonces entré.

Compré unas cuantas cosas para hacer una rica cena, incluida una botella de vino blanco. Cenaríamos pescado, verduras al vapor, y de postre unos pequeños flanes de vainilla y chocolate. A eso de las nueve de la noche prendí unas cuantas velas en distintos lugares de la cocina y el comedor. Deseaba que el ambiente fuera ameno y un tanto especial. Tenía la impresión que eso le gustaría a ella. Cuando la cena casi estuvo lista sonó el timbre.

- ¿He sido puntual? –preguntó ella con una bonita sonrisa
- Sí, claro –respondí de manera estúpida.

Se mantuvo parada por un instante en la puerta y la contemplé con gran admiración. Vestía un vestido verde claro ajustado al cuerpo, un generoso escote, zapatos negros de tacos altos, el pelo con enormes bucles y su rostro solo contenía el justo detalle de maquillaje. De ella emanaba una frescura y una feminidad inquietante.

- ¿Pasa algo? –preguntó.
- No, nada, solo que estás muy linda –respondí.
- Gracias.

Entonces nos dimos un abrazo y un beso en la mejilla.

Esa noche después de cenar decidimos sacar un par de sillas y sentarnos debajo de la parra. Coloqué el vino en un balde de acero con hielo y nos sentamos a charlar y beber.

Bebíamos de a pequeños sorbos y por momentos no hablábamos de nada. Solo observábamos todo a nuestro alrededor en medio de la penumbra. A lo lejos podía escucharse cómo la ciudad comenzaba a dormirse. Por la calle no pasaba un alma. Parecía que lentamente el mundo comenzaba a detenerse y permanecía expectante a nuestra función privada.

- ¿En qué piensas? –le pregunté.
- Pienso en todo lo que ha pasado en este tiempo. Me refiero al tiempo que engloba nuestra relación. Desde el día que te conocí en el ascensor y estabas tan nervioso por tú nuevo puesto, la muerte de tú amigo, el progreso en tú puesto, en cómo se afianzó nuestra amistad y hemos pasado a ser amigos íntimos que se cuentan cosas que a otros no contarían… en todo eso pienso.
- ¿Y es bueno que pienses en ello?
- Lo es. Me gusta lo que pienso ¿Alguna vez has analizado si tus pensamientos te gustan o no?
- No, nunca. Solo pienso cosas y punto. No le doy demasiadas vueltas al asunto.
- En cambio yo sí analizo mucho mis pensamientos. A veces creo que pertenezco al subconjunto de personas que piensa en demasía. Me voy por las ramas, divago mucho. Hasta suelo sentirme presa de mis propios pensamiento. Sé que es algo negativo para cualquier personalidad, pero también sé que no es fácil dominar ese tipo de situaciones.

Acercó su copa de vino y con un gesto hizo que le sirviera más. Tomé la botella, la incliné lentamente y dejé caer el líquido dentro del vaso mientras le esbozaba una sonrisa.

- ¿Alguna vez has pensado en mí?, me refiero a si has pensado en mí en modo distinto a ser yo tú amiga.

Un calor subió de repente desde mis piernas hasta los pelos de mi cabeza. Ahora parecía que tanto la ciudad como el tiempo se habían detenido por completo y estaban complotados en mi contra.

- A decir verdad no –respondí con sinceridad.
- Lástima –dijo ella- pues yo sí lo he hecho.

Entonces bebió un par de sorbos de vino y ya no volvió a hablarme por un largo rato.
Pensé que si le hubiera dicho que sí, que pensaba a menudo en ella, tal vez no se habría plantado aquel profundo silencio entre ambos, pero no podía ser hipócrita. Me levanté de la silla y me puse en cuclillas a su lado. Tomé su mano, la acaricié y me quedé contemplando su rostro que ahora estaba la mitad alumbrado por la luz de la luna y la otra mitad sumido en la oscuridad que impartía la parra. En aquel modo de mirarnos podía verse claramente que no hacía falta decir muchas palabras para comunicar un sentido común. Al acariciar su mano su boca lentamente iba esbozando una sonrisa que expresaba su beneplácito a mi acción. Mi cabeza no pensaba en nada, solo me dejaba llevar por el momento y los hechos.

- ¿Quieres besarme? –preguntó ella.

Entonces me incorporé, tomé su rostro entre mis manos y comencé a besarla.

Después de besarnos por un instante entramos a mi habitación. No encendimos la luz. Tan solo abrí la ventana de par en par y dejé que el brillo de la luna reptara por el interior de la habitación dotando a las paredes de una textura grisácea y suave. Dejé caer las tiras de su vestido hasta que éste se deslizó suavemente, cayendo finalmente al piso. Tomé su pelo entre mis manos y lo acomodé sobre sus hombros. Podía ver el brillo de sus ojos alumbrado por la luz lunar. Sus labios resaltaban por su humedad y belleza. Quité lentamente su ropa interior. Podía sentir cómo su piel se erizaba y sus pezones lentamente comenzaban a ponerse erectos. En ese instante sentí que yo también tenía una erección y me fundí con ella en un abrazo mientras nos besábamos.

- ¿Te gusto? –me preguntó.
- Mucho –dije sin dejar de mirarla a los ojos.

Hicimos el amor un par de veces. Lo hicimos con fuerza, con ganas, con mucho deseo contenido. Su piel emanaba un exquisito olor y sabía exquisita. Casi al dormirnos la abracé por su cintura y posé mi rostro en sus hombros. Ella observaba la luna a través de la ventana.

- Eres un hombre lunar –dijo.
- ¿Un hombre lunar? –pregunté sorprendido.
- Sí. Vives en la luna, eres único. No lo tomes a mal, no lo digo con el fin de decirte que eres distraído. No. Eres un hombre único, a eso me refiero.
- No lo creo –dije- más bien creo ser común y corriente, y a veces un tanto introvertido.
- No, no lo eres. Eres especial.

Mientras hablaba ella seguía mirando fijamente la luna.

- Creo que habitas en el lado oscuro de la luna. Ese lado tan misterioso y que tanto llama la atención.
- ¿Tú crees?
- Sí. Te imagino como un caminante lunar que sale en los atardeceres a caminar en esa soledad y aun así tiene deseos de vivir y aprender de sus errores. Creo que desde el primer día que te conocí pienso así. Hay pocos hombres como tú.

Miré la luna y la contemplé por un rato. Me imaginé caminando por el lado oscuro, inmerso dentro de una profunda oscuridad, sin sonidos, sin vida alrededor, con mucho frío. Ese pensamiento me hizo sentir demasiado solo y triste. La abracé fuerte y acaricié sus pechos tibios. Ella acomodó su cuerpo al mío en un perfecto encastre. Pronto se durmió. Yo en cambio seguí contemplando la luna y pensando cómo escapar de aquel lado oscuro.


(Continuará en un próximo capítulo...)


Safe Creative #1104158980845

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14 - 15


(Imagen: http://26.media.tumblr.com/tumblr_ljjaglNsG31qgtebzo1_500.jpg )
Leer más...

Saint-Exupéry (quince)



QUINCE



Después de la noche en la playa volví durante dos noches más al mismo lugar sin encontrar a la chica. No había vuelto a pasar por el hotel, no había llamado tampoco, y el mar no acusaba recibo de su visita. Cada una de las noches en que volví solitariamente a la playa me sentaba en la arena a observar el cielo nocturno y el rumor del oleaje. El agua marina llegaba hasta casi alcanzar mis pies y se retiraba rápidamente, como si de ese modo jugara conmigo a un juego que yo no lograba del todo comprender . Comencé de a poco a sentir una sensación placentera estando frente al mar. En cada visita me concentraba y podía sentir el aire puro ingresando a mis pulmones; era entonces que cerraba los ojos y dejaba la mente en blanco, solo sintiendo por un instante aquel hálito de naturaleza dentro de mí que me llenaba de vida. Al cabo de un rato, ya extasiado de ver el mar bajo el brillo lunar, me recostaba sobre la arena y observaba las mismas estrellas que había visto la primera noche. «Es la misma constelación», me decía, e inmediatamente sonreía.

Echaba de menos a aquella chica. Sin quererlo había ingresado lentamente a mi vida y la había recargado de una energía positiva devolviéndole el brillo que tal vez en aquel momento yo había ido a buscar a Colombia, lejos de la ciudad donde vivía. No obstante pensé que tampoco debía sumirme en tan profundos pensamientos por su ausencia. No. Debía de disfrutar mis vacaciones y acomodar mis ideas y mi interior. Una conexión con aquel mar era inevitable. Eso me mantenía abstraído, y casi al punto del divague total. Volví a traer momentos felices y no tan felices a mi memoria.


El tercer día estando en la playa me eché sobre la arena y con la vista clavada en las estrellas vi pasar uno a uno mis recuerdos. Le preguntaba a mi corazón qué deseaba para mí, y éste como si se tratase de una charla tímida y escueta solo latía acompasadamente para mantenerme vivo. Pronto un olor a vegetación fresca y joven había invadido por completo la playa. Se aproximaba rápidamente una tormenta tropical. La brisa comenzó a dar paso a un viento fresco que movía con firmeza las ramas de las palmeras. Entonces deseé que lloviera. Que una lluvia fresca y rejuvenecedora me empapara por completo y limpiara mi alma de todo aquello que la atormentaba. Refucilos que dejaban de día la noche se sucedían casi minuto a minuto. Truenos y el viento cada vez más fuerte avisaban que era inminente la lluvia. Finalmente se desató un terrible y torrencial aguacero. Permanecí inmóvil en el mismo sitio. Las gotas de lluvia caían sobre mi rostro y se deslizaban rápidamente por mi cuello hasta caer sobre mi pecho. En un santiamén estuve empapado. Sin embargo sentía una cálida felicidad en mi interior. Creo que jamás había tenido una sensación de tal magnitud. Ni siquiera en los mejores días de mi juventud. Cerré los ojos y me dejé llevar por las sensaciones que mi propio cuerpo murmuraba a mi cerebro. El mar ahora rugía. El oleaje impactaba contra la saliente de rocas y ese sonido hacía estremecer todo el lugar. Permanecí ahí un largo rato disfrutando.

Volvía caminando por la ruta cuando recordé aquella charla con mi madre y su libro escondido. “¿Qué libro sería aquel?”, me pregunté una vez más. Nació entonces dentro de mí una profunda curiosidad, a tal medida que cada paso que daba debajo de la torrencial lluvia más se acrecentaban las ansias de recuperar aquel tesoro extraviado. Solo que no tenía idea por dónde empezar. Mi madre había sido demasiado escueta en su relato. No había muchos indicios de donde tomarse. Si bien sabía que lo había dejado a un sacerdote en la iglesia del pueblo donde se conocieron tampoco sabía cuál era la iglesia, ni conocía el nombre del sacerdote. Pero eso no me detendría. Eso mismo murmuré al entrar al hotel. El conserje me observó con cara de pánico cosa que minimicé al hacerle un gesto indicándole que todo estaba bien, que a veces es bueno empaparse bajo la lluvia tropical.

La chica de los piercings no volvió a aparecerse por el resto de mi estadía en Colombia. Por más que la esperé en los atardeceres y más aún cuando caía la noche, ella no dio señales de vida. Ese modo de entrar y salir de mi vida se había vuelto algo común para ella. Decidí entonces tomarlo así, sin darle más importancia de la que debía y aprovechando cada uno de nuestros encuentros para disfrutar de su compañía.

Ya en el aeropuerto, mientras esperaba el vuelo, veía como los aviones llegaban y partían trayendo y llevando vidas. Me pregunté en ese momento si alguien vendría a un lugar como Colombia a descansar y reencontrarse con uno mismo tal como lo había hecho yo. Seguramente que sí. En cualquier lugar del mundo uno puede reencontrarse, solo hay que saber encontrar ese punto y entablar ese diálogo tan profundo y directo consigo mismo. De pronto mientras transcurría la espera el cielo comenzó a nublarse y algunas gotas comenzaron a caer y deslizarse por los grandes ventanales. Era increíble ver cómo un clima puede pasar tan rápidamente de un estado a otro y cuánto influencia ello en cada ser vivo. Me llegué hasta uno de los ventanales y apoyé mi frente en el vidrio mientras observaba la pista. Un avión de Air France levantaba vuelo y se perdía lentamente entre las nubes grises que ahora eran dueñas del cielo. Una sensación nostálgica me sobrevino. Por un momento recordé el primer día que pisé el suelo colombiano, el mar, la arena de la playa bajo mis pies, las estrellas, la luna, la chica de los piercings. Sin embargo debía volver, ya era hora.


Al llegar a Ezeiza me encontré con el gordo Pérez. Estaba ahí, esperándome con una gran sonrisa. Apenas nos vimos nos abrazamos y nos dimos de esas palmadas que solo los amigos conocen y saben de qué se trata. Cruzamos un par de preguntas y respuestas y luego nos dirigimos a embarcarnos nuevamente para viajar a Córdoba. Sobrevolando las ciudades pensaba en lo diminuto que es el ser humano. Pérez miraba por la ventanilla del avión y no dejaba de señalarme los campos, las vacas, los edificios de las ciudades que vistos desde el cielo parecían pertenecientes a una maqueta de un estudiante de arquitectura. Al llegar al aeropuerto decidimos tomarnos un café. Mientras leía el diario y me ponía al corriente de las noticias del país tuve una conversación con Pérez.

- Se ha notado tú ausencia en estos días, amigo. En la redacción no había nadie que no te echara de menos. Marina Fernández ha sido la primera. Creo que le gustas –dijo- pero también creo que es de ese tipo de mujeres que tiene la vida medio resuelta y que en su carácter de independiente no modificará fácilmente su carrera para estar con un hombre.
- Pienso lo mismo –respondí-, aunque no estoy seguro de que ella se fije en mí.
- Pues creo que te equivocas. Mira, en estos días siempre ha habido un momento, o una charla, en la que ella te ha mencionado; y en su expresión facial había un dejo de extrañeza, como de esas personas que tienen sentimientos fuertes por otras y sus rostros no pueden esconderlo. Pero claro, ¡qué va!, ¡ella no será la que se juegue por ti, sino que tú deberías serlo! –dijo Pérez con subido tono de voz.

Me limité a seguir leyendo el diario en silencio, pero no podía quitarme la idea principal de la charla. Tal vez Marina Fernández hubiera posado sus ojos en mí, ¿por qué no?, si al fin y al cabo yo era un tipo común que podía hacer feliz a cualquier mujer.

Sin dar más vueltas cerré el diario, me despedí de Pérez y tomé un taxi a mi casa. Mientras recorría las calles el chofer colocó un disco compacto de música lenta. Hundí mis hombros en el asiento y posé mis ojos perdidamente en el horizonte que lograba verse a través de la ventanilla. El atardecer comenzaba a abrirse paso y para ello teñía de anaranjado nubes y todo lo que encontraba a su paso. Al pasar por una calle un cartero introducía correo en distintos buzones alineados uno al lado de otro, y una chica recibía de él una carta en sus propias manos. La cara de felicidad de la joven al recibir la carta me llamó la atención. Era una alegría descomunal, como si aquel sobre diminuto trajera consigo un secreto muy bien guardado que tal vez alegraría completamente su corazón o bien cambiaría su vida. «Secretos»-dije para mis adentros-«después de todo de eso se trata…»


(Continuará en un próximo capítulo...)

Safe Creative #1104158978767

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13 - 14


(Imagen: http://30.media.tumblr.com/tumblr_ljid07ejjg1qa5045o1_500.jpg )
Leer más...

Saint-Exupéry (catorce)



CATORCE


A medida que el automóvil en el que viajábamos avanzaba por la autopista la oscuridad parecía envolvernos con más fuerza. Solo al salir de las luces de la ciudad y entrar en el descampado se podía observar el mar a la derecha y cómo la luna reflejaba penosamente sobre él. La-chica-de-los-piercings manejaba con agilidad y destreza, en un mutismo inusual para ella según yo recordaba.

A la media hora de viaje, ya en plena ruta, ella miró hacia el mar y entonces me dirigió la palabra.

- ¿Sorprendido?
- Pues no es para menos –respondí.- ¿Acaso tú no lo estarías?
- Supongo que sí. Aunque las sorpresas me encantan. No las analizo en demasía, tan solo las acepto tal cual se presentan ante mí.

El viento que entraba por las ventanillas del automóvil era cálido y con olor a mar. Saqué un poco la cabeza y dejé que el viento me diera de lleno. Apenas podía respirar, pero era tan placentero que dejé que aquella sensación siguiera por un rato mientras mantenía mis ojos cerrados.

- Dime, ¿por qué Colombia? –preguntó la chica.
- No, mejor dime tú qué haces aquí y cómo sabías que yo vendría justo esta noche y en ese aeropuerto.
- La respuesta es fácil –respondió.- Vivo en Colombia hace tres meses. Integro un grupo de ecologistas que trabajan en áreas selváticas en busca de especímenes de plantas en punto de extinción. Es un trabajo encantador. Me fascina. Cada tanto tenemos que recoger a algún compañero ecologista que llega al aeropuerto, pero esta noche me ha tocado llevar uno de regreso y al estar allí he visto que procedía un vuelo desde Argentina. Y ahora viene lo más especial de todo: cuando leí lo del vuelo tuve una rara sensación, como si algo en mi interior me dijese que debía quedarme, que algo sucedería. Y así fue…
- Claro, en ese vuelo desde Argentina venía yo…
- Así es… ¿ves?, la vida tiene esas cosas tan extrañas…

Volví a meter la cabeza dentro del automóvil y me concentré en la ruta.

- ¿Me puedes decir adónde vamos?, tengo un hotel que me espera con una habitación.
- No importa, después te llevaré al hotel si quieres. Pero quiero que antes veas algo.
- ¿Qué es? –pregunté confundido.
- Ten paciencia, ya casi llegamos…

Al cabo de quince minutos llegamos a un desvío que accedía a la ruta desde el mar. La chica fue aminorando la velocidad y entró en él. Avanzamos unos trescientos metros aproximadamente en dirección perpendicular al mar. Finalmente llegamos a la costa.

Un mar inconmensurable se podía divisar desde allí. Todo era de un color azul con tonalidades más y menos claras. La luna, ahora alumbrado con mayor vigor, dejaba reposar sobre la quietud del mar su luz.

- Ven, baja –dijo la chica y corrió descalza hacia la orilla del mar.

Me descalcé y corrí tras ella.

Me pareció estar viviendo un sueño, de esos que pueden parecer cursis o sacados de novelas, en donde una pareja camina descalza por la costa del mar y se miran con ojos de enamorados y tal vez se besen o hagan el amor en la arena. Aquello, totalmente impensado, de repente había surgido y me mantenía atónito, casi inexpresivo.

- ¿No es maravilloso? –dijo la-chica-de-los-piercings mientras contemplaba el mar.
- Lo es. Sí, es maravilloso.

Podía observar desde aquel punto toda la costa a lo largo. Tal vez unos seis o siete kilómetros hacia mi derecha y otro tanto a mi izquierda. Solo una saliente de rocas entraba hacia el mar a unos cincuenta metros de nosotros y las olas, al tocar contra ella, salpicaban suavemente las rocas.

- Suelo venir aquí casi a diario. Desde que llegué a Colombia me ha fascinado este lugar. Hay días que termino muerta de cansancio y aun así me subo al automóvil y vengo tranquila por la ruta a tirarme un rato en la arena a ver las estrellas y la luna. El mar me da tranquilidad. Es una paz que no tiene precio, algo así como una conexión íntima entre mi interior y esa oscuridad que se muestra en el horizonte.
- Sí, es algo impresionante.
- Lo es. Cuando estás un rato y te quedas en silencio escuchando los sonidos que aquí se producen sientes que el mundo es pequeño, que tal vez puede entrar en la palma de tú mano y que de ese modo puedes recorrerlo completamente. Así, como si fuera un diminuto mapamundi por el cual puedes aventurarte.
- Es increíble cómo logras abstraerte y vivenciar todo esto –dije- No todas las personas logran eso.
- No me es difícil, en absoluto, trato de relajarme, de conectarme naturalmente con la naturaleza y tan solo me dejo llevar.

Caminamos por la playa un buen rato. Cada tanto el oleaje llegaba a la costa trayendo espuma que tocaba nuestros pies. Me había olvidado por completo del hotel, del vuelo, de todo; y lo más increíble era que no sentía el más mínimo cansancio, todo lo contrario, me sentía pleno y con una felicidad enorme de estar en aquel sitio.

Al cabo de un largo rato volvimos al automóvil y salimos a la ruta.

- ¿En qué hotel te alojas? –preguntó.
- Hotel “El Delfín” –respondí- ¿Lo has sentido nombrar?
- Sí, es uno antiguo pero muy bonito. Está camino a la costa, saliendo un poco de la ciudad. Algunas veces colegas míos vienen a parar allí. En mi grupo no somos todos voluntarios, también hay ingenieros, biólogos, microbiólogos, y otras profesiones más que sirven en conjunto a nuestro trabajo y son pagos por los distintos gobiernos. A mí me dan una paga escasa a pesar de ser voluntaria. No obstante yo amo hacer esto. Siento que nací para esto, ¿entiendes?
- Claro… es como aquel que ama escribir y lo hace a cualquier hora sin importarle nada, o el que ama tocar música y tararea canciones o se desvive por tomar un instrumento para producirla. Hay muchos placeres en la vida, y si ese placer está en nuestro trabajo entonces seguramente deberemos ser más que agradecidos –repuse.
- Sí, eso mismo me pasa. Estoy muy agradecida por todo esto. Además, todo se lo debo a esa chica desconocida, la del tatuaje del Principito. Ella y su llegada inesperada de aquel día hizo que mi vida de algún modo tomara un cambio y aquí me tienes.

Tenía razón. Gracias a Lourdes y su encuentro casual en la vida con ella la-chica-de-los-piercings ahora se abría camino en su vida como una voluntaria ecologista conociendo países y personas. Pensé en ese hecho increíble que se produce cuando dos vidas se cruzan y alteran sus destinos. Pasa en el amor, en las amistades, hasta en las mismas desgracias.

Luego de un rato llegamos al hotel “El Delfín”. Era tal cual ella lo había descrito: pequeño, antiguo y muy bonito. Poseía un extenso jardín colmado de flores tropicales y unos cuantos bancos con ornamentas coloniales distribuidos en él. Supuse que sería encantador sentarse a contemplar los atardeceres tropicales en ellos. La fachada del edificio se mantenía bien conservada, las tejas eran de un rojo fuerte a la luz de los faroles. Tras entrar me registré y di mi maleta al botones. Mientras la chica me esperaba sentada dentro del automóvil. Una vez terminé el papeleo salí a despedirme.

- Debo agradecerte todo esto –dije-. Pero la verdad no sé cómo. Aún sigo sorprendido, no creas que se me ha pasado. Me parece irreal aún, pero si me pellizco sé que estoy aquí, en Colombia, a tú lado.
- ¿Ves?, lo más maravilloso de la vida es dejarse sorprender. Eso siempre le decía a un novio que tuve hace tiempo: “déjate sorprender por la vida, siempre” Pero él no lo hacía. Vivía enfrascado en sus problemas diarios por el trabajo, el dinero, el qué dirán, su automóvil, su club de tenis, y todos esos mandatos sociales que un día llegan a calcinarte hasta los huesos. Pero bueno, gracias a Dios yo no me embarqué en ese tren y ahora puedo disfrutar a pleno de mi vida.

Me quedé sopesando su manera de pensar mientras la observaba. No había ni media palabra que me pareciera fallida en su comentario. Al contrario, me encantaba su modo de pensar.

- ¿Volveremos a vernos? –pregunté.
- Depende de ti. Si lo deseas, sí.
- Lo deseo –dije.
- Entonces sí, ¿por qué no?

Arrancó el motor y enfiló hacia la salida despidiéndose con su mano.

Esa noche al acostarme percibía un aire fresco entrando desde el mar. Por vez primera estaba viviendo algo importante y fuerte en mi vida. Me había atrevido a aventurarme sin miedos, a no pensar, a no planificar nada salvo hotel y pasajes. Destellos luminosos procedentes del mar se colaban por la ventana y quedaban estampados en las blancas paredes de la habitación. La luna ahora iluminaba con más fuerza y con su lumbre hacía que todas las cosas tomaran un color plata. A lo lejos se escuchaban los trinos de algunos pájaros nocturnos y el ruiderío de los insectos que seguramente vivían en la abrumadora vegetación. Posé mis manos cruzadas sobre mi pecho y concentré mi mirada en el techo. Poco a poco el sueño fue ganando terreno y empujándome a dejarlo todo y rendirme a sus pies. Casi al dormirme una brisa logró mover las cortinas y reflejaron sombras sobre el techo. Me pareció ver el dibujo del Principito. Estaba sobre un baobab, sonriente, observando también la luna y las estrellas. Tal vez esa misma noche ambos mirábamos el mismo cielo y la misma luna.


(Continuará en un próximo capítulo...)



Safe Creative #1104138963769

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12 - 13

(Imagen: http://28.media.tumblr.com/tumblr_ljkep5Ydyg1qe5o85o1_500.jpg )
Leer más...

Saint-Exupéry (trece)



TRECE


En el otoño de 1995, a casi dos años de estar trabajando en el nuevo puesto, decidí tomarme vacaciones. Había trabajado bastante duro y necesitaba un poco de relajación para mi cuerpo y mi mente. Fue así que por consejos de Pérez opté por comenzar a analizar posibles destinos turísticos. Algunos en México, otros en Cuba, también en Brasil y Chile, aunque lo que sin lugar a dudas llamaba mi atención era Europa.

Mientras decidía el destino me dediqué a acomodar la casa y a dejar todo en orden para mi ausencia. Pagué impuestos, organicé la cuenta bancaria, contraté a un jardinero para la poda de la parra y la puesta a punto del jardín, planifiqué el trabajo en la redacción para concentrarlo para mi retorno y que fuera liviano durante mi ausencia así de ese modo no se recargarían de trabajo mis compañeros. Marina Fernández colaboró mucho en todo esto. Ella pasó a ser alguien indispensable en mi vida y yo de algún modo me sentía más unido a ella a medida que el tiempo y los años transcurrían. Llegamos a ser tan compenetrados que empezamos a comentarnos cosas de nuestras vidas privadas y de nuestros gustos. Teníamos cosas afines y cuando algo nos separaba tratábamos de buscarle el punto de encuentro, aunque fuese uno remoto y diminuto.

Cierto día, estando con ella a solas en la redacción y antes de irme de vacaciones, le conté sobre aquellos días vividos en relación a Lourdes y el hostel “Roma”. Después de escucharme atentamente cruzó los dedos de ambas manos y apoyó el mentón en ellos, quedándose inmóvil y con su mirada clavada en mí.

- Es increíble que algo así haya quedado congelado en el tiempo. Me refiero a que no avanzó, a que solo lo has atesorado como algo que pasó y punto –dijo.

Y en efecto había sido así. Si debía pensar en aquellos días podría decirse que mi mente los recordaba cómo días soleados de una tibieza extrema que acariciaba mi corazón dándome una sensación sumamente placentera. Como si aquellos días estuvieran intactos y detenidos en un tiempo muerto dentro de una burbuja que se movía a su gusto dentro de mi memoria. A pesar de jamás haber tenido nada más que una fugaz amistad con aquella chica yo sentía que había sido algo especial, tal vez lo más especial que me había pasado en la vida con una mujer. Recordé entonces las palabras de mi madre cuando decía que daría cualquier cosa por verme feliz al lado de alguien, y enseguida me sobrevino una sensación de ahogo. Quiérase o no yo aún estaba solo. Por más que alguna que otra mujer entibiara las sábanas de mi cama en el fondo de mi corazón existía una planicie de soledad inmensa.

Después de la charla con Marina Fernández la invité a cenar. Ella aceptó gustosa. A eso de las siete de la tarde pasé por el edificio donde vivía. Estaba esperándome, como siempre, con su intachable sentido del horario. Vestía un vestido corto, de color gris, llevaba el pelo recogido y sujeto con una hebilla de carey, y un bonito par de zapatos de tacos aguja que permitían que su figura se mostrase estilizada y sensual. Nunca había posado los ojos sobre Marina Fernández fuera del ámbito laboral. Para mí ella era mi compañera de trabajo y solo eso. Así la veía siempre, como una colega o alguien capaz de hacer el día a día más ameno en mis tareas; sin embargo en el instante que avanzaba hacia el edificio y la veía allí parada esperándome sentí la sensación de estar dirigiéndome al encuentro de una mujer hermosa y especial, algo que jamás me había sucedido en su cercanía. Nos dimos un beso como saludo y decidimos caminar un rato antes de ir a cenar.

Caminamos por calles paralelas al río. Cada tanto nos deteníamos a mirar alguna vidriera o a presenciar algún espectáculo callejero que por aquellos días comenzaban a ponerse de moda en las esquinas donde había semáforos. Un saxofonista apenas nos vio cruzar la calle se llegó trotando hasta nuestro lado y comenzó a tocar bellamente el saxo. No recuerdo precisamente qué canción era, pero lo hacía de manera excelente. En la mirada de Marina Fernández se podía notar cuan complacida estaba con ello. Después de tocar la canción el saxofonista hizo una reverencia y tras darse media vuelta volvió a salir corriendo sin siquiera dejar que le diésemos propina.

- ¿Has visto qué hermosa canción? –dijo ella.
- Hermosa… -respondí.

Terminamos al anochecer caminando a orilla del río, sobre la avenida costanera. Del otro lado podía verse cómo la ciudad lentamente se preparaba para recibir la noche. Las luces de los edificios comenzaban a encenderse una a una como si fuesen luces de arbolitos navideños. Pensé en ese momento cuántas vidas e historias habitarían en cada luz, e imaginé ese estupendo relato de Eduardo Galeano que habla sobre la ciudad de los fueguitos.

Encontramos un restaurante con un amplio patio de comidas que daba al río. Nos encantó el sitio y decidimos almorzar allí. Pedimos la comida, cenamos casi en silencio y cada tanto, cuando las palabras eran innecesarias, cruzábamos nuestras miradas, y como si estuviésemos confundidos por la situación, inmediatamente mirábamos hacia otro lado. Creo que tanto ella como yo comenzamos a confundirnos esa misma noche.

Tras pagar e irnos del restaurante comenzamos a caminar rumbo a la ciudad por la costanera. El reflejo de la luna sobre el agua me retrotraía en pensamientos a mi niñez y a esas noches de verano en las cuales la luna era tan redonda y brillante que se asemejaba a un botón de plata pendiendo del cielo.

- ¿Sabés? –dijo Marina Fernández- me he quedado pensando en lo que me has contado sobre la chica del tatuaje y cuánto has atesorado ese recuerdo.
- ¿Y qué has pensado?
- En que porqué si sentías aquello que sentías nunca se lo expresaste o dijiste a ella.
- Pues porque no estaba seguro de nada. La inseguridad es algo que te bloquea. Además, nos llevábamos casi la mitad de años. Era real que me atraía y mucho, pero seguramente era algo que me pasaba solo a mí y no a ella.
- Pues a eso no lo sabes, tan solo es una conjetura…
- Sí, tienes razón –respondí.- No lo sé y me he quedado con la espina clavada. A veces me he preguntado qué hubiera pasado si le expresaba mis sentimientos y eran correspondidos. Pero todo vuelve al mundo de las conjeturas y las posibles respuestas, y nada es algo real. Tal vez me quedé entumecido y no supe qué hacer… sí, eso debe ser.

Entonces ella se volvió hacia mí, y se quedó ahí suspendida, mirándome, como si con su mirada quisiera decir miles de cosas que con el diálogo que manteníamos fueran imposibles de comunicar. En el fondo de sus ojos existía cierto fulgor que lo asemejaba a una llama de vida cuya expresividad era sumamente contenedora y suave. Quedé por un instante extasiado observando aquel fulgor, intentando adivinar qué había de secreto en él. Supuse que tal vez sería la representación viva y física de su interior, de su alma o espíritu, sí, tal vez nuestro interior se materialice de ese modo, como si fuese un llama contenedora y acogedora que al momento de observarla haga sentir que ya nada importa, que el mundo y la vida son un mero escalón para ascender a algo más superior y fantástico.

Al volver en mí el silencio se había instalado entre ambos. Era casi la medianoche y ya debíamos de volver. Cuando intenté avanzar y volver a caminar ella me detuvo tomándome del brazo derecho.

- Espera –dijo- aún no…

Entonces me besó.


A mediados de mayo de 1995 ya tenía destino para mis vacaciones: Colombia. Me había decidido por sus playas caribeñas. El vuelo saldría un viernes y llegaría el sábado apenas pasada la medianoche. No llevaba mucho equipaje, tan solo el justo y necesario para que la aerolínea no me hiciese problema ni me cobrara sobrepeso. Cuando estuve embarcándome y mientras contemplaba un panel digital que anunciaba los distintos horarios de vuelos y destinos pensé que era la primera vez que saldría del país hacia un sitio tan lejano. De repente me había sumergido en una realidad aterradora: mi vida, mirándola desde donde se la mirase, se había vuelto rutinaria y sin ninguna arista que sobresaliera y la hiciera ver como una vida digna de ser vivida. La voz de mi madre diciéndome cuan preocupada estaba porque mi vida pasara y yo fuese un simple espectador parecía oírse aún en ecos dentro de mi cabeza. No era solo por el hecho de no salir del país y viajar a otro sitio, sino que jamás había experimentado la sensación de hacer algo distinto y totalmente nuevo, que colocara un extra de riquezas a mi vida. Tras pensar por un momento aquello me sentí apesadumbrado. Subí al avión y dejé que una azafata me indicara el sitio donde debía de sentarme.

La torre de control de vuelo se veía como un pequeño adorno que se erigía sobre las demás construcciones en la enormidad del aeropuerto. Al poco tiempo de estar sentado una voz en off anunciaba el despegue y que debíamos de asegurarnos los cinturones de seguridad. Inmediatamente una melodía suave comenzó a escucharse a través de los parlantes del avión. Imaginé que sería para aquellos que en el despegue se sintieran nerviosos. Tras carretear el avión tomó altura y abandonó el piso alzándose más y más con destino a las nubes. Desde allí, desde la altura que ganaba, todo comenzaba a empequeñecerse: las construcciones, los automóviles, la pista de despegue, los árboles, todo. Daba la sensación de que el ascenso permitía despegarse de todo lo conocido e ir minimizándolo para que luego solo se lo viera como una maqueta a lo lejos y finalmente desapareciera. Lo relacioné inmediatamente con los recuerdos. Pues tal vez así pasa con ellos. A medida que el tiempo transcurre van empequeñeciéndose, van perdiendo su forma y se van volviendo erosionados y descoloridos hasta verse tan difusos que el próximo paso es su extinción. Solo cuando algo importante sucede la vida se encarga de traerlos en un santiamén a nuestra realidad, darle forma y colores automáticamente y mostrarnos aquello que había quedado esfumado en la carretera del tiempo.

A lo lejos, desde la ventanilla del avión, contemplaba la ciudad. Parecía un pedazo de hoja cuadriculada de un cuaderno. Imaginé cuantas personas allí, en esa ciudad que sentía tan mía, extrañarían mi ausencia. Pensé en Marina Fernández, en Pérez, y ahí mi cuenta se detuvo de repente. Sí, mi mundo era demasiado reducido, drásticamente limitado.

El avión tocó tierra cerca de la una de la madrugada en suelo colombiano. Apenas bajé por la escalerilla sentí un calor húmedo que me abordó de repente. Sin duda aquel sitio era caribeño. A lo lejos, en medio de la oscuridad, podía sentirse el sonido de chicharras jugar con el viento. Apenas recogí el equipaje me dispuse a tomar un taxi. Al llegar a la parada de taxis la cola era interminable, tal vez cuarenta o cincuenta personas esperaban embarcarse en uno.

- ¿Vienes en mi automóvil? –dijo una voz femenina a mis espaldas.

Tras darme vuelta pensé cuan diminuto es el mundo pero no logré aún comprender en lo más mínimo porqué suceden a veces ciertas cosas.

Asentí.

Caminé hacia la-chica-de-los-piercings aún demasiado sorprendido por el encuentro. Ella, como siempre, seguía esbozando esa sonrisa de conejo un tanto tímido y asustadizo. Señaló un automóvil de alquiler e inmediatamente nos subimos en él y tomamos la avenida que sale del aeropuerto para perdernos en la costa caribeña en medio de la noche.


(Continuará en un próximo capítulo...)

Safe Creative #1104078925520

Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11 - 12

(Imagen: http://30.media.tumblr.com/tumblr_li6nvulXKB1qzhl9eo1_r1_500.jpg )
Leer más...

Saint-Exupéry (doce)



DOCE


Fueron unos pocos metros muy difíciles de recorrer los que transité dentro del bowling hasta pararme delante de la chica de los piercings. Increíblemente pensé en muchas cosas. Bullían a borbotones dentro de mi cabeza los pensamientos. En su gran mayoría eran recuerdos, preguntas, todo mezclado. Eso hacía que mis manos transpiraran y caminara muy lentamente, como si de repente tuviera la chance de arrepentirme y salir corriendo de allí desistiendo de la idea de entablar, después de tanto tiempo, una charla con aquella chica. Pero lo hice. Caminé y me detuve frente a ella mirándola fijamente.

- Hola, ¿me recuerdas? –dije ya sin nervios.
- ¡Hola! –exclamó ella muy divertidamente- ¡claro!, ¡¿cómo no hacerlo?! Difícilmente se me olvidan los rostros, esa es una virtud de la que siempre me jacto ¿Cómo está usted?
- Bien, bien, gracias. Pues verás, te he visto en el bowling, te reconocí inmediatamente y quise saludarte.
- Me alegra que así sea –dijo ella. A mí también me cae bien encontrarme con gente que he conocido en la vida. Creo que es un cierto “extra” que nos da para hacerla más divertida.
- Puede ser –respondí sonriente.- Dime, ya no trabajas más en el hostel, ¿cierto?
- ¡Ahhh, no, no, no!, hace ya más de un año y pico que no trabajo ahí. Me fui al poco tiempo de habernos visto por última vez. Decidí que mi vida tenía que ser otra. Soy joven, me considero fuerte, tengo ganas de hacer miles de cosas, y entonces decidí que aquello se había tornado monótono y aburrido. Entonces renuncié y me eché a volar.
- ¡Bien!, me alegro entonces por ti. Te decía esto porque me enteré que el hostel será demolido. En realidad que ya no es más un hostel. Será otro edificio, algo para jubilados.
- ¡Uyyy!, ¡no lo sabía! Bueno, aunque mucho ya no tiene que ver conmigo. Solo es parte de mi pasado.
- Sí, ahora lo sé.
- Pero por lo visto para usted es parte muy importante de su pasado –repuso ella.
- Puede ser. Digamos que sí. Es importante.
- Déjeme adivinar. Tal vez lo es ¿por la chica del tatuaje del Principito?
- Sí, en parte sí. Aunque nunca más volví a ver a aquella chica. Ya hace casi dos años de aquel encuentro y jamás volví a saber nada de ella.
- ¡Cómo pasa el tiempo! –dijo con una exclamación seguida de una linda sonrisa.
- Sí, el tiempo suele ser muchas veces demoledor.

Al mismo tiempo nos hicimos señas de sentarnos y continuar la charla. Sus amigas siguieron jugando a los bolos, y aunque la llamaron cuando fue su turno, ella dijo que pasaba, que ya no le apetecía seguir jugando. Pedimos un par de cervezas. Cerveza negra para mí, rubia para ella.

- ¿Se ha dado cuenta de algo? –dijo la chica de los piercings.
- No ¿Qué será?
- Que nunca me dijo su nombre ni yo el mío. Hemos tenido un par de encuentros en nuestras vidas, puntos en donde nos cruzamos e intercambiamos energía y sensaciones, y jamás se nos ocurrió preguntar el nombre del otro o al menos mencionar nuestros nombres aunque sea accidentalmente. Me da curiosidad de cómo se refiere a mí, me refiero en sus recuerdos o pensamientos.
- Pues tienes razón –dije mientras jugaba con el vaso de cerveza y observaba cómo bajaba la espuma- Nunca te he dicho mi nombre, ni tampoco sé el tuyo. Y a lo que respecta de cómo te señalo en mis recuerdos es algo alusivo a tus adornos, me refiero a tus piercings, te llamo: la chica de los piercings.
- La-chica-de-los-piercings –dijo ella dándole connotación grupal a la frase- ¿así siempre me llama?
- Sí
- Me gusta. Creo que me gusta más que mi propio nombre.

Entonces echó a reír. Tenía una risa suave y bastante pegadiza. Muy femenina, por cierto. Sin embargo tomé aquella risa como de buen augurio, como si haberle contado aquello le hubiera caído realmente en gracia. Tomó un sorbo de cerveza, y tras reposar el vaso en la mesa, aguzó su mirada y sin disminuir la sonrisa se quedó concentrada mirándome.

- Me pregunto qué estarás pensando en este instante –dije. Seguramente será algo referido a tú apodo, ¿“la-chica-de-los-piercings”?
- No. Eso me ha dado gracia pero no pienso ahora en eso. De repente mis pensamientos se han enfocado en algo raro. Bah, no raro, digamos extraño para mí forma de ser y pensar. Pienso en porqué la vida hizo que hoy, justo hoy, nos volviésemos a encontrar en éste bowling, a esta hora, este preciso día. Sí, cosa del destino puede decirme. Pero más allá de yo creer en el destino creo poderosamente en el equilibrio cósmico. En que si esto sucedió hoy, aquí, ahora, tiene un balance con algo que pasó o pasará en el futuro. Es la forma que el universo tiene de equilibrar las cosas y la vida.

- Nunca había reparado en ello –dije- ¿Sueles buscar explicaciones para todas las cosas?
- A veces. Sí, digamos que sí.

Terminó de beber la cerveza y quedó con su mirada observándolo todo y nada a la vez. Contemplé su perfil por un instante y me parecía mentira que el tiempo pasara tan deprisa. Si me parecía que aquella chica en cualquier momento se levantaría, me daría un beso en la mejilla y me diría: “Nos vemos, se me ha hecho tarde, ya es hora de entrar a mi turno en el hostel” Pero no, nada de eso pasó.

Ella se puso un cigarrillo entre los labios, y con mano experta, encendió un fósforo. La primera bocanada de humo ascendió lentamente formando una especie de muralla entre ambos. Al disiparse y volver a contemplar su rostro logró sonreírme como si ahora fuera una conejo indefenso en medio de un enorme bosque.

- Dime, ¿qué haces ahora? –pregunté.

Tras titubear unos instantes dio otra pitada al cigarrillo y tras exhalar el humo me respondió.

- Hago lo mismo que hacía aquella chica que usted tanto recuerda y extraña. Lo dejé todo y me he unido a varios grupos ecologistas.

Suspiré.

- Y… ¿por qué has hecho eso?, ¿con qué te mantienes?, me refiero a si no tienes trabajo como puedes subsistir ¿Acaso vives con tus padres?
- No, vivo sola. Desde hace muchos años vivo sola. Mi padre tiene una empresa, una importante empresa, y me envía dinero desde hace muchos años a una cuenta bancaria. Jamás había echado mano a ese dinero, pero desde que decidí dedicarme a la ecología saco de la cuenta del Banco para mis gastos. El departamento donde vivo es de mi propiedad, ha sido un regalo de mi padre.
- Veo que tú padre te consiente mucho…

Entonces hizo un chasquido con su lengua, como si con ello hiciera notar que lo dicho por mí era erróneo.

- No, mi padre lo hace para acercarse a mí. Verá, él y yo tenemos una relación difícil. Desde niña he sabido de las infidelidades que ha tenido para con mi madre y eso es algo que él no se perdona. Busca mi perdón en el dinero, en regalarme cosas materiales que siempre le devuelvo. Solo el departamento me quedé, pues con ello lograría alejarme de él y ya no verle en la misma casa.

Después de hablar miró su reloj de pulsera.

- Es tarde, ya debo irme. Gracias por la cerveza.
- Me gustaría volver a verte, para charlar, si no es molestia –dije.
- No, claro, me encantaría.

Tomó una servilleta, sacó una birome de su cartera, y escribió un número de teléfono.

- Toma, aquí tienes. Cuando desees verme o hablar conmigo tan solo llama. Casi siempre estoy por las noches. Llama sin miedo, aunque sea tarde. Yo atenderé.

Acompañé a la-chica-de-los-piercings hasta la parada del colectivo. Tomó uno de las líneas que ascienden hacia los barrios clase media. Al subirse solo volteó una vez para mirarme y saludarme con aquella sonrisa de conejo asustado. Una vez que el colectivo se echó a andar me quedé solo en la parada viendo cómo se perdía en un punto lejano.

Volví caminando a mi casa. Había sido una noche verdaderamente extraña. Faltando poco para llegar caí en la cuenta de algo: no nos habíamos dicho nuestros nombres. Una vez más el destino hizo que nuestros nombres quedaran en el anonimato. Tal vez así sería mejor, aunque no podía saberlo.


(Continuará en un próximo capítulo...)


Safe Creative #1104068916903


Capítulos anteriores: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - 7 - 8 - 9 - 10 - 11


(Imagen: http://25.media.tumblr.com/tumblr_lj3jocQv3o1qhlqhvo1_500.jpg )
Leer más...