Saint-Exupéry (veintitrés)




VEINTITRÉS


Nuevamente anochecía a orilla del río. Lourdes aún continuaba ensimismada y rodeada de pensamientos que le proferían un profundo debate. En aquel anochecer la vieja hostería recibía las últimas luces del sol. Reptaban minuciosa y delicadamente por sobre su fachada, ingresando dentro de las viejas habitaciones –que seguramente en antaño habrían sido exquisitas estancias de disfrute-, dándole a la construcción una imagen de reposo cálido y tranquilo. Mientras la mirada de Lourdes quedaba atrapada por esa visión, el muchacho la esperaba sentado dentro de la camioneta, jugando con las llaves del vehículo y contemplando cómo la luz solar terminaba ahogada en las fauces del río.

Aquella construcción en sus años de resplandeciente juventud seguramente había albergado grandes historias. Tal vez muchas historias de amor, muchos encuentros, y desencuentros también. Ella imaginó por un instante sobre aquellos días que su padre pasó en la hostería «¿Por qué no me dijiste nunca nada, papá?» Así, los pensamientos y las preguntas sin respuestas se volatilizaban en el aire y se mezclaban con los olores y las imágenes del lugar. «No, no lloraré» -se dijo-, y conteniendo las lágrimas en el borde de sus lagrimales apretujó los labios en una mezcla de dolor espiritual y rabia.

El muchacho hizo sonar la bocina de la camioneta, y tras aquel sonido que rompió dramáticamente el silencio del lugar, hizo un gesto de partida. Lourdes asintió. Levantó su mano en ademán de solicitarle solo un minuto más, una pequeña fracción de tiempo para poder despedirse de aquel sitio. Rápidamente las luces del cielo terminaron perdiéndose en la oscuridad y las primeras estrellas se asomaron detrás de los sauces y álamos que bordeaban la costa del río. El muchacho encendió los faros de la camioneta y encendió el motor. El ruido se propagó como un sonido que rompía con la soledad y la tranquilidad del lugar. Finalmente Lourdes caminó hacia la camioneta, abrió la puerta y se sentó en el asiento del acompañante. Él la miró por un instante y entendió que ella aún estaba muy perturbada por lo sucedido. En lo que duró el viaje de regreso al pueblo ninguno de los dos habló ni una palabra. Solo se escuchaba el ronronear del motor y el silbido del viento colarse por las hendijas de las puertas. Lourdes parecía abatida, con una desolación inaudita. Jamás había imaginado que su padre, aquel hombre que era considerado por ella como un héroe, pudiera tener una doble vida, o al menos un affaire con otra mujer ¿Por qué engañar a su madre?, ¿acaso era una mala mujer?, ¡No!, ¡en absoluto! Y sin embargo algo de aquello había sucedido. Sin saber lo que había acontecido ella sintió que aquella falta de su padre lo manchaba para siempre en su inmaculada imagen espiritual. Fue destronado en el acto y el lugar que ocupaba dentro de su corazón ahora estaba cuestionado y cargado de acusaciones de las cuales seguramente no podría defenderse. A medio camino Lourdes miró por la ventanilla y contempló las luces del pueblo a lo lejos. Se preguntó si una noche como aquella su padre también habría viajado por aquella ruta y observado aquellas luces ¿Quién era la mujer de la fotografía? Una gran incógnita para ella, que horadaba en su interior y hacía arder el fuego de su desazón.

Al llegar al pueblo el muchacho se detuvo en la entrada principal, justo debajo del arco de cemento del cual colgaba un cartel con el nombre de la localidad.

- ¿Qué deseas hacer? –preguntó él.
- No lo sé. Aquí no tengo a nadie y me queda poco dinero. Pasaré la noche en algún hotel o hostería y mañana al levantarme decidiré qué hacer.
- ¿Quieres quedarte en mi casa?
- Preferiría que no, gracias.

En pueblos como aquel, las personas temprano dejaban de deambular por las calles y los comercios cerraban apenas los rayos de sol dejaban de calentar. La vida era austera y bastante monótona. Sin embargo era una vida clásica y tranquila para pueblos así, cuyos habitantes la adoptaban sin ningún tipo de contradicción.

Tras estacionar la camioneta caminaron un par de cuadras hasta el hotel. Al llegar tocaron la puerta y una mujer gorda, con un gran rodete sobre su cabeza, les abrió.

- Hola Enrique –dijo la mujer- ¿Qué desean?

El muchacho saludó con una sonrisa a la mujer y quedó mirando a Lourdes.

- ¿Enrique te llamas? –preguntó Lourdes.
- Sí, Enrique es mi nombre. No me has dado tiempo a que te lo diga.
- Sí, es curioso. Hemos estado casi un día juntos y no te he preguntado tú nombre –dijo ella.

Mientras ambos se miraban y mantenían la charla la mujer gorda los observaba de manera perpleja. No entendía de qué hablaban pero sospechó que seguramente cierta atracción entre ellos estaba presente.

- Pasen chicos, hace frío ya.

Lourdes pidió habitación por una noche. Tras llenar un formulario colocando sus datos pagó y cargó al hombro su mochila.

- Gracias, Enrique.
- ¿Seguro que estarás bien?
- Seguro.

El muchacho tomó las llaves de la camioneta, se despidió de la mujer gorda y tras darle un beso en la mejilla a Lourdes partió.

- ¿De dónde eres? –preguntó la mujer gorda.
- De Córdoba, dijo Lourdes.
- ¿Capital?
- Sí.
- ¿Y qué haces por acá?
- Solo de paso. Es que he venido viajando y he decidido quedarme aquí por un día. Deseaba conocer el pueblo. Ya sabe, simple curiosidad…
- No tienes cara de que hayas descubierto algo bonito en nuestro pueblo. Es una lástima… -dijo la mujer.
- Pues… sucedió algo que me ha afectado mucho. Algo relacionado con mi pasado.
- ¿Quieres contarme?

Lourdes titubeó por un instante y se mordió el labio inferior de manera sutil ¿Por qué debería contarle a una desconocida lo que había sucedido?, ¿acaso ella se metería en su pellejo sintiendo lo que le pasaba por dentro?, no, seguramente no, pero interiormente sentía la necesidad del desahogo, de quitarse el pesado lastre que la mantenía hundida en aquel sentir gris y frío en el que se había sumergido tempranamente.

- Es algo relacionado con mi padre. He ido a la vieja hostería, la que está a la orilla del río, y en una de las habitaciones he visto una fotografía en donde aparece mi padre junto a una mujer y una niña.
- Ahhh, la vieja hostería. Sí. Fue abandonada hace muchos años. Luego vendida y vuelta a abandonar, hasta que la municipalidad la compró y la dejó abandona una vez más. Suelen ir las parejas jóvenes a profundizar sus amoríos. También los cazadores de palomas, dicen que en su interior hay muchas palomas. También he entrado alguna que otra vez cuando era más joven y sé a qué fotografías te refieres. Nadie las ha tocado, ¿has visto?, es como si fuera un pequeño santuario con los recuerdos de las personas que pasaron por allí alguna vez. Los dueños de la hostería eran un matrimonio de ancianos, el señor Cruiff y su esposa, Anastasia, sin hijos, que tras venderla se marcharon a Santa Fe. Nunca más supimos de ellos. Al irse solo se llevaron lo puesto y una valija. Se subieron al automóvil y jamás regresaron. Quedó todo como estaba. La empresa que luego compró la hostería empezó a demoler una parte y cuando el municipio le puso trabas dejaron todo como estaba, retiraron la maquinaria y partieron. Desde entonces, niña, aquella construcción es el claro ejemplo de la burocracia y el olvido.
- ¿Quiénes eran las personas de las fotografías?, ¿usted las reconoce? –preguntó Lourdes.
- A algunas sí. No a todas.
- Si viera la fotografía, ¿me diría sí reconoce a alguien en ella?
- Claro –dijo la mujer gorda- ¿eso te ayudaría en algo?
- Sí, claro, ¡por supuesto!
- Pues entonces si lo deseas mañana por la mañana iremos a la hostería, me muestras a qué fotografías te refieres y veo si recuerdo quien es.
- ¡Magnífico! –exclamó Lourdes.

Ya en su habitación y rodeada de la soledad de la noche Lourdes se tapó con una manta y quedó así, en posición fetal, contemplando la luz del velador. Solo se oía el constante silbar del viento y el ruido de las hojas de los árboles moverse gracias a él. Sentía una sensación extraña, como si delante de ella, en el camino de su vida, una puerta apareciera de repente y la invitara a pasar, a conocer cosas inimaginadas que sucedieron hace mucho tiempo, en aquel tiempo en que ella había vivido y construido una imagen de su vida que no era tal como lo pensaba. Sumida en aquellas cavilaciones subió la manta hasta tapar sus orejas. Solo sus ojos quedaron al descubierto para seguir observando los objetos de la habitación que poco a poco fueron difuminándose. Finalmente, tras un largo rato, se durmió.


Al alba los gallos del vecindario comenzaron a cantar. Aquel sonido campestre la despertó de golpe causándole un susto. Todo su cuerpo se puso tenso, recordó de golpe todo lo sucedido el día anterior. Pensó si la mujer gorda ya estaría despierta. Tal vez sí, se dijo. Había dormido vestida durante toda la noche. La cama estaba casi intacta y la habitación fría. Abrió la mochila y sacó el libro que venía leyendo. Acarició su tapa y frunció sus labios. Aquella sensación que se producía en ella al tocar el libro era única. El libro había sido un regalo de su padre. Lo leía cada vez que en su vida sentía necesidad de estar en contacto con él y su recuerdo. Recordó en ese instante el momento en que su padre se lo había regalado. Ella era pequeña y habían ido a jugar en la hamaca de la plaza de juegos del barrio donde vivían. Era primavera, día soleado, brisa estival, sol pleno. Mientras ella se hamacaba su padre la observaba desde un banco a pocos metros. La sonrisa de él parecía inmaculada, con destellos en sus dientes que eran propinados por los rayos del sol. Cada vez que la hamaca iba hacia delante ella observaba la sonrisa de su padre, luego el cielo celeste, el vacío, y la nada. Al volver, su estómago se estremecía, y asía con fuerza las cadena de la hamaca; sin embargo, si caía, por más que se lastimase, su padre estaría allí. Él era su héroe. Él la socorrería, quitaría las impurezas y suciedad de las heridas, limpiaría la sangre, le haría una nana, y la acunaría entre sus fuertes brazos cantándole una canción que la abstraería del mundo de los vivos, del dolor, y la depositaría en el mundo de los sueños. Después de un rato de hamacarse, ya cansada, bajó y corrió a los brazos de su padre. Lourdes se sentía feliz. Aquel recuerdo había quedado impregnado en su memoria como un recuerdo feliz. Podía aún sentir la tibieza del sol sobre sus mejillas, la sensación en el estómago al hamacarse y ver la sonrisa de su padre resaltar entre todas las cosas. Jamás olvidaría aquel momento. Tras correr a los brazos de él, ambos se abrazaron y quedaron así por un corto rato. Él le acariciaba sus cabellos mientras ella mantenía los ojos cerrados y se rendía ante aquella ternura. La sensación de suavidad le recorría todo el cuerpecito. Su padre era el rey sol en el sistema solar donde ella vivía y deseaba estar. Al cabo de un instante su padre le habló:

- Quiero darte algo, hija. Es un regalo.
- ¿Para mí, papá?, ¿un regalo para mí?
- Sí, para ti.

Él sacó de su portafolios un regalo envuelto en un papel brillante con dibujo de ositos de peluche y un moño rosa enorme. Lo puso en las manos de ella y le besó la frente. La niña observó el regalo por un instante y pasó la palma de su pequeña mano por sobre el papel. Tocó el moño, sus curvas, palpó la textura del mismo.

- Gracias papá.
- ¿No lo abrirás? –preguntó él.
- Sí. Lo abriré. Pero, ¿me dirías tú qué es?
- No, pues dejaría de ser un regalo, Lourdes.

Aquellas palabras tenían razón. La esencia del regalo se perdería, la magia del mismo acto se perdería, por ello Lourdes no insistió. Tras terminar de palpar la cubierta del regalo y su moño comenzó a quitar uno a uno los diminutos trozos de cinta adhesiva que sujetaban el papel. Así lo hizo hasta que el último zafó y el papel cayó al suelo junto al moño. Ahora en sus manos había un libro, que no era nuevo, sino usado, con la puntas de sus hojas ajadas, su tapa un tanto descolorida y en ella, en medio de la tapa, el dibujo de un príncipe con capa roja montado sobre un asteroide.

- Es un libro viejo, Papá –comentó Lourdes un tanto desmotivada y sin magia.
- Sí, lo sé, hija. Ese libro lo tuve yo cuando era niño. Me lo dio tú abuelo. Fue un regalo que me hizo él cuando yo tenía tú misma edad. Y ahora yo te lo regalo a ti. Es tuyo. Quiero que lo leas y que te maravilles con su historia ¿Has escuchado hablar de este libro?, del ¿“Principito”?

Lourdes negó lentamente con su cabeza mientras seguía observando el dibujo de la tapa del libro.

- Entonces verás que es un libro mágico y que las enseñanzas que hay dentro de él te servirán siempre en la vida, hija.

Su padre la estrujó entre sus brazos fuertemente mientras ella sostenía en una mano el libro casi a punto de caérsele al suelo. Mientras él la oprimía ella aún sentía la desazón de no tener un libro nuevo. Era un libro viejo, ya usado, sin la magia que tienen los libros nuevos. Sintió a su vez que su padre al no regalarle un libro nuevo no la quería tanto como ella pensaba y eso la angustió; sin embargo no lloró ni dejó que su sonrisa se borrara de sus labios.

Esa tarde al regresar a su casa Lourdes guardó el libro dentro de su armario y lo cerró con dos vueltas de llave. Luego, cerca de los quince años de edad, cuando su padre ya había fallecido, mientras limpiaba y organizaba aquel armario se había vuelto a encontrar con el libro. Lo leyó entonces por primera vez y tras llegar a su fin pudo suspirar y decirse a sí misma cuanto debía de agradecerle por aquel libro a su padre; pero eso no iba a poder ser posible. Aquella sensación de cosa no acabada la persiguió siempre. Cada vez que recordaba el libro o lo sostenía en sus manos recordaba aquel día en la plaza de juegos y la sonrisa de su padre anhelando que en su lectura encontrara tal vez muchos de los mensajes que él mismo no sabría darle o no llegaría a darle nunca.


Fueron tres los golpes que sonaron en la puerta. Diminutos, casi inaudibles, pero tres golpes al fin. Lourdes abrió la puerta y frente a ella estaba la mujer gorda, con su rodete en medio de la cabeza y su cara hinchada aún por el sueño nocturno.

- ¿Estás lista? –preguntó la mujer.
- Lo estoy –respondió Lourdes esbozando por primera vez una leve sonrisa después de tanto tiempo.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (veintidos)



VEINTIDOS


Subido a una silla de madera logré rescatar de entre varios bultos una mochila, un bolso de viaje pequeño que poseía rueditas y una valija. Todo estaba en la parte superior del placar en la habitación que había sido de mi madre. Ni bien tuve los accesorios comenzamos a guardar nuestras pertenencias con Marina y nos preparamos para iniciar un viaje, el cual tendría un inicio pero no sabíamos cuando llegaría su fin. En la redacción del multimedios pedimos vacaciones por adelanto y dejamos dicho que si nos demorábamos seguiríamos de vacaciones unos días más sin goce de sueldo. No hubo problemas con ello. A Marina le debían vacaciones atrasadas, y a mí, siendo su pareja, no me presentaron ningún tipo de objeción ante el pedido, después de todo no saldría dinero de sus bolsillos para pagarme el sueldo si entraba en infracción.

Nos dirigíamos al norte del país, al pueblo donde mis padres se conocieron y donde sucedió aquello del libro. Habíamos buscado en internet información referente a la localización del pueblo, a las rutas de acceso, y sobre las iglesias del lugar. Marina se había tomado el trabajo de imprimir toda aquella información y luego organizarla y clasificarla en una carpeta. Ella se había tomado en serio aquello de ayudarme a encontrar el libro. Tal vez yo no estaba con tanta fuerza como ella para lograr el objetivo. Sin embargo, ella no me dejaba titubear. Los días previos al viaje en cada momento libre nos buscábamos en la redacción y nos concentrábamos ambos en recopilar la información necesaria para enfocarnos rápidamente en la búsqueda del libro. Si ella veía que yo me dispersaba en el acto me volvía en sí dándome alguna tarea, tal como buscar localidades en un mapa, ver cuales estaciones de servicio teníamos cerca y en dónde podríamos parar para pasar las noches. Fue una ardua tarea pero finalmente arrojó buenos frutos.

Una vez llenos el bolso de viaje y la valija metí dentro de la mochila la carpeta con toda la información, una linterna, el teléfono celular, un par de libros (novelas negras) y unos cuantos discos compactos con música que nos gustaba a ambos. Iniciamos el viaje un día viernes por la tarde tras salir del multimedios. Al principio, durante los primeros kilómetros recorridos, sentí la misma sensación que cuando salía de vacaciones y me dirigía a la costa argentina o bien a las cálidas playas brasileras. Sin embargo, ese no era un viaje de vacaciones, no; más bien era un viaje hacia el pasado, el cual de algún modo me permitiría conectarme con el comienzo de la historia de mis padres. Por más que me pareciera algo simple y sin complicaciones podía percibir que dentro de mi interior se generaba una especie de remolino que terminaba, tras un tiempo de sentirlo, con un dolor de estómago y mis nervios anudados.

- ¿En qué piensas? –preguntó Marina mientras me miraba de soslayo.
- En esto. En el viaje. En nosotros. En el pasado que deseamos desenterrar.
- ¿Y te sientes bien con ello?
- Supongo –respondí a secas- aunque la verdad que tengo anudados los nervios y me duele el estómago.

La ruta era por demás recta. Aburrida, lánguida, sin nada que causara una distracción para la vista. Marina al poco tiempo de partir comenzó a cabecear y a dormitar, hasta que finalmente cedió y se durmió profundamente. Coloqué un disco compacto de U2 en el aparato reproductor y ubiqué el volumen bien bajo. En los días previos al viaje había realizado una compilación con temas de U2 que me gustaban. Ese mismo disco era el que en ese momento me abstraía por completo del paisaje tan desolador y del viaje tan monótono.

Mientras la música salía de los parlantes me sumí en pensamientos. La delgada línea blanca de la ruta parecía sumergirme aún más en ellos cada vez que fijaba mi vista. Recordé de pronto a la chica de los piercings y me pregunté qué sería de su vida. Hacía mucho tiempo que mi mente no se preguntaba por ella. Seguramente mi memoria había escondido su recuerdo y no deseaba traerlo al presente dado que yo estaba disfrutando de una felicidad plena junto a Marina. También pensé en Lourdes y en los días del hostel “Roma”. Me sentía extraño ante aquellos pensamientos. En realidad sentía que era un espectador sentado en la butaca de un cine viendo a sus recuerdos pasados como si fuesen parte de una película muda, llena de imperfecciones y descolorida. Sentí nostalgia por ello. Y, tras volver a la realidad, miré mis manos sobre el volante y suspiré hondo. La vida de algún modo seguía y en su andar había elegido para esas mujeres y para mí caminos distintos. Tampoco quise pensar en el porqué de aquellas bifurcaciones, como así tampoco lo hice en el momento que la vida misma me había unido a ellas. Recordé el tatuaje del Principito que Lourdes llevaba en su brazo y el momento en que lo visualicé dentro de aquel colectivo en el que ambos viajábamos y éramos unos completos desconocidos. Ese pensamiento lo sentí con demasiada fuerza. Aún hoy, al rememorarlo, pienso cuán importante debió haber sido para mí aquel día esa visión. Seguramente mucho, y más con todo lo que aconteció después.


Hicimos casi doscientos kilómetros de un tirón y decidí parar a pasar la noche en un hotel. Justamente, y tras revisar el mapa, estábamos cerca de un pequeño pueblo a la salida de la provincia de Santa Fe. El anochecer se había hecho dueño del cielo y los faros del automóvil que conducía se perdían en la lejanía como si más allá, justo donde estaba el horizonte, no existiera más nada, tal vez el fin del mundo. El pueblo era no mayor a diez manzanas. Poseía una estación de combustible (incluido GNC), una iglesia, una terminal de colectivos y una escuela. A la hora que ingresamos en él no se veía casi nadie en sus calles. Solo un par de automóviles recorriéndolo y unas pocas personas caminando por sus veredas. El hotel estaba a la salida del pueblo, por ende lo atravesamos por completo para llegar a él. Marina seguía dormida. No había despertado ni con las luces de mercurio que bañaban su rostro por completo. Cimbroneé su hombro y despertó asustada.

- ¿Qué?, ¿qué pasa?
- Nada. Despierta, ya hemos llegado a un hotel. Pasaremos la noche aquí y mañana, al alba, seguiremos viaje.

Nos tocó una habitación pequeña, con una cama matrimonial de dimensiones reducidas, un televisor y un diminuto cuarto de baño. Marina fue la primera en ducharse. Estuvo bajo el agua caliente casi una hora completa. Yo me había tendido en la cama y mataba el tiempo pasando canales en el televisor. Por la ventana de la habitación se podía observar cómo un fuerte ventarrón azotaba los álamos que demarcaban la entrada al hotel. Me había parecido que aquel hotel estaba vacío, pues esa sensación la terminó de confirmar mi memoria cuando recordó que no había visto ningún automóvil en las cocheras, ni luces encendidas en las demás habitaciones. Mientras escuchaba caer el agua de la ducha lentamente comencé a dormitar. Mis nervios se habían relajado y mi cuerpo pedía un descanso a costa de todo. El control remoto cayó al lado de mi cuerpo y me dejé llevar por el sueño.

Supongo que dormí una media hora hasta que Marina se metió bajo las sábanas y con aquel movimiento logró despertarme. Se acurrucó a mi lado y besó mi mejilla. Yo aún estaba bajo los efectos del sueño, pero aún así su gesto me pareció cálido en aquel momento. Con dificultad y mucho desgano me dirigí al baño a ducharme. Ella quedó en la cama, en silencio, casi dormida. Al abrir la ducha un chorro de agua caliente dio de lleno en mi pecho y terminó por despertarme. Apoyando mis manos sobre los cerámicos de la pared dejé que el agua cayera directamente sobre mi nuca y luego se esparciera por el resto de mi cuerpo. Así me mantuve largo rato, con la mente en blanco, solo sintiendo el calor que desprendía el agua recorriéndome cada milímetro del cuerpo. Me jaboné a conciencia, lavé mi cabeza, y al quererme afeitarme caí en la cuenta que no había comprado una máquina descartable para rasurarme. Finalmente, después de casi una hora –el mismo tiempo que Marina había usado para su ducha-, salí del baño envuelto en un toallón. Me recosté lentamente en la cama y me tapé hasta las orejas. No quería hacer el menor ruido para que ella no despertara. Afuera, una luna enorme, blanca, con ribetes grises, se alzaba sigilosa en el cielo. Su luz se complementaba con las luces de mercurio de la ruta y se colaba por la ventana de la habitación. Parecía una noche magnífica, silenciosa, cargada de paz por donde se la mirase. Atiné a cerrar los ojos y conciliar el sueño, pero no pude. Cualquier cosa me distraía: el ulular del viento, el mecerse de los álamos de la entrada y las sombras que estos proyectaban dentro de la habitación, el sonido de mi propia respiración. En esos minutos en los que el sueño brillaba por su ausencia me pregunté qué me había llevado a estar allí en ese preciso momento de mi vida. Era una pregunta un tanto general, casi sin una respuesta certera que pudiera sofocarla y callarla dentro de mi interior. Sin embargo, era una respuesta bastante interesante la que debía dar para responderla. Intenté quitarla de mis pensamientos y evadirme de ella, pero sentía que era hacerme trampa a mí mismo. Pensé entonces en buscarle un sentido a aquello que me estaba preguntando, un porqué que estuviera arraigado dentro de mi interior y sirviera como fundamento suficiente para contestar la pregunta y dejar tranquila mi conciencia. Subí la frazada hasta tapar mi nariz y sentía cómo mi respiración calentaba la sábana. También podía escuchar la suave respiración de Marina mientras dormía. El silencio que envolvía la habitación parecía estar expectante a la respuesta que mi interior elucubraba. Por fin, algo inició el proceso de responder. Y fue Marina, a quien yo creía dormida y rendida a los brazos de Morfeo, la que se encargó de tenderme una mano y ayudarme a encontrar esa respuesta.

- ¿No puedes dormirte? –preguntó ella.
- ¡¿Estabas despierta?! –exclamé con sorpresa.
- Sí. No puedo dormirme. Difícilmente logre conciliar un sueño profundo en un lugar que resulta extraño y ajeno a mis costumbres. Principalmente la cama, algo que es sagrado para mí, es lo que encuentro más extraño.
- Sí. Es algo que le pasa a todo el mundo. Pero bueno, debemos dormir. Vamos, dale, intentemoslo.
- No se trata de intentarlo, se trata de lograr atraer el sueño y decirle a nuestro cuerpo y nuestra mente que nos rendimos ante él.
- Lo sé –dije convencido por su respuesta-, pero al menos si lo intentamos llamar podremos caer rendidos ante él.


Marina calló por un instante. Luego se dio vuelta y quedó observando el techo. Finalmente volvió a voltearse y apoyando sus senos en mi torso besó suavemente mi cuello.

- Dime, ¿qué es lo que no te deja dormir? –preguntó casi en susurros.
- Mis pensamientos –respondí.
- ¿Y qué pensamientos son esos?
- Me he estado preguntando el porqué de este viaje y cual es el fin de ahondar en el pasado. Porqué estoy aquí, ahora, en este preciso momento de mi vida.

Noté que hablaba sin entonación. Aquello que debía de ser una pregunta parecía no serlo y se asemejaba a un lenguaje casi carente de simbología.

- ¿Crees que el pasado es importante, Marina?
- Pienso que sí. Supongo que lo es para todos. Sin pasado difícilmente eres alguien.
- ¿Sabes que yo no pienso lo mismo? Me he preguntado muchas veces porqué desentrañamos las cosas que el pasado tapa con el polvo del tiempo y no encuentro mucho sentido a las respuestas que me doy. Si ese polvo invisible tapa las cosas en nuestra memoria por algo ha de ser –dije.
- Supongo que no estás convencido de lo que estamos haciendo aquí, del viaje, de la finalidad de toda esta travesía.
- No lo sé. Siento la sensación que cuando movilizamos el pasado es como mover una de esas bolas de nieve que son adornos. Al hacerlo el papel brillante que simula la nieve comienza a movilizarse y de repente todo el líquido se mezcla con él dibujando una escena nueva en su interior… Tengo miedo que el pasado no sea algo esperado y feliz, una escena inesperada, ¿entiendes? Tengo miedo a que me sorprenda con cosas que no debería saber o haber desenterrado.
- Aún estamos a tiempo para volver –dijo ella mientras volvía a besar suavemente mi cuello. Si quieres mañana por la mañana nos regresamos y listo, hacemos de cuenta que esto no pasó y nuestra vida vuelve a su cauce, ¿qué dices?

Quedamos en silencio. Ahora la luz de la luna y de los faroles de mercurio reptaban por sobre la frazada y se detenían justo delante de nuestro cuello. Sentí que la respiración de Marina cesaba. Su cuerpo tibio se había acoplado al mío y podía sentir cómo mi deseo sexual quería despertar. Pero lo controlé y me quedé mirando aquella inmensa luna mientras la madrugada comenzaba.

- Creo que seguiré –dije en respuesta a la pregunta de Marina. Si no sigo siento que le habré fallado a mi madre y no quiero sentir eso el resto de mi vida. Ella me lo pidió de un modo tan dulce y con tanta expectativa. No romperé mi promesa.

Marina no respondió. Estaba ya dormida.

Al amanecer despertamos y tras acomodar la valija nos subimos al automóvil y partimos. La luna lentamente se extinguía en el cielo y un sol bermellón se hacía dueño del día. Sin volverme a preguntar si estaba en lo cierto aceleré el automóvil y me concentré en el camino que debíamos de seguir. Marina apoyó dulcemente su cabeza en mi hombro y pude sentir la sensación que había entendido, en silencio, mi respuesta.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (veintiuno)



VEINTIUNO

Mientras Lourdes continuaba la lectura del libro el sol de la siesta se hacía cada vez más intenso. Las calles de aquel pueblo en donde había decidido bajar se habían puesto solitarias y todo el mundo parecía dormir la siesta. Pensó que tal vez el río estaría cerca y decidió caminar y ver si se encontraba con él. Recordaba que de niña sus padres, en sus vacaciones, pasaban por aquel sitio y solían parar a la vera del río a tomar mates o a comer algo. Esos recuerdos enfrascados dentro de su memoria la movilizaban por completo. Comenzó a caminar por una avenida que tenía la apariencia de ser la principal del pueblo. Con su mochila en la espalda, el libro en su mano derecha y unos anteojos de sol caminó lentamente hasta el final de la avenida. Allí, justo en el momento que el pueblo quedaba detrás de ella, una vieja camioneta Ford F-100 se detuvo a pocos metros.

- Hola –dijo un muchacho joven casi de su misma edad- ¿estás perdida?
- No, gracias –respondió Lourdes- solo estoy caminando en busca del río.
- Ahh, sí, sí –dijo él- es por allá –indicó con la mano derecha extendida haciendo señas hacia el sur-. ¿No eres de por acá, cierto?
- No, no lo soy -dijo ella.
- ¿Quieres que te lleve hasta el río?
- Preferiría caminar, está linda la tarde para caminar.
- Bueno, como quieras –respondió el muchacho y consecuentemente aceleró la camioneta y se perdió ruta arriba.

Caminando por la banquina Lourdes avanzó unos dos kilómetros hasta encontrar un cartel que señalizaba el río. Siguió la indicación y tras caminar otros trescientos metros comenzó a escuchar el murmullo del agua corriendo y supo que estaba cerca. Finalmente llegó a la vera del río. Se agachó, puso sus manos en forma de cuenco y se mojó el rostro. Disfrutó del placer del agua fresca recorriendo por su piel. Se sentó luego a descansar y prosiguió con la lectura.

De niña su padre le había inculcado el hábito de leer. “Nunca dejes de leer hija, los libros te abren mundos que jamás podrías ver, ni conocerías, sin ellos”, solía decirle. Aquellos consejos, tan dulcemente inculcados por su padre habían tenido una profunda acogida en ella, a tal punto que siempre un libro iba en su mochila adonde ella estuviese. Leyó un par de páginas más y de repente comenzó a llorar. Aquel libro no era un libro como otros que había leído. No. Era especial. Había sido regalado en su niñez por su padre. Era el vivo recuerdo de aquel hombre que tanto había marcado su vida en muchas facetas y siempre que leía sus páginas era imposible que las lágrimas no sobrevinieran. Se enjugó las lágrimas con un pañuelo diminuto y bordado y acarició con dulzura la tapa del libro. “Papá…”, dijo suavemente. Curiosamente tocó el rostro del personaje que ilustraba la tapa del libro, un niño de pelo dorado y bufanda al viento, montado sobre un asteroide en medio del universo.

Al cabo de un rato se escuchó el motor de un automóvil que prontamente se detuvo. Para sorpresa de Lourdes el joven de la camioneta caminaba hacia ella. En sus manos traía una bolsa de supermercado de la cual se dejaba ver el pico de una botella de gaseosa.

- Disculpa el atrevimiento –dijo el muchacho- pensé que tendrías hambre y sed. Yo tampoco he comido nada, así que pensé que tal vez te encontraría por aquí y podríamos almorzar juntos, un poco tarde pero almuerzo al fin… ¿qué dices?

- Que me encanta –terminó diciendo ella.

Comenzaron a comer y beber. Mientras lo hacían cruzaban algunas preguntas y respuestas, también miradas y sonrisas.

- ¿Qué te trajo a este pueblo? –preguntó el muchacho a Lourdes.
- Aún no lo sé. A veces no suelo pensar demasiado las cosas. Estaba en sentada en un colectivo con destino a otro sitio, de repente paramos aquí a descansar un rato, bajé, me senté a leer un poco y cuando hubo que subir, algo dentro de mí dijo que no, que mejor me quedara aquí. Y así lo hice.
- ¿Así como así? –preguntó un tanto incrédulo el muchacho.
- Sí, así como así. Ya te dije, no suelo pensar demasiado en las cosas; digamos que funciono bastante con la intuición.

Lourdes terminó de comer un sándwich y bebió pequeños sorbos de gaseosa mientas contemplaba el correr del agua del río.

- ¿Qué es eso que se ve allá? –pregunto ella señalando al otro lado del río.
- Era una vieja hostería. Antes, cuando el pueblo era mucho más chico que ahora, allí solían recibir a turistas que deseaban parar aquí a descansar o conocer los alrededores. Pero con el pasar del tiempo la ciudad se agrandó y demandó instalaciones edilicias para el turismo que fueran más modernas y confortables, entonces la vieja hostería quedó rezagada y poco a poco comenzó a desmoronarse económicamente. Finalmente su dueño, un tal Cruiff, la terminó vendiendo a una empresa holandesa que jamás inició su remodelación ni su explotación dado que descubrieron que sus cimientos distaban a pocos metros de un afluente subterráneo del río y era muy probable su desmoronamiento. Así que quedó olvidada y abandonada. Mediante un pago insignificante la empresa holandesa vendió la tierra a la municipalidad y ésta última la dejó así, en el olvido.
- Una verdadera lástima –repuso Lourdes.
- Sí, una lástima, pues tiene una bonita arquitectura y era bastante amplia y a los lugareños nos representaba trabajo y movimiento económico. Yo la recuerdo de cuando era niño y solíamos venir a pescar al río. Al anochecer se prendían en su fachada unos bonitos faroles color anaranjado que se reflejaban en el agua y le daban un realce imponente. Pero bueno, como todo, un día las cosas cambian y de repente ya nada es lo que era.
- Sí, así es –dijo ella mientras dejaba su mirada anclada en las ruinas de la hostería y su mente sobrevolando viejos recuerdos.
- A propósito –dijo el muchacho- aún no me has dicho tú nombre ¿Tienes nombre, cierto? –rió.
- Sí, claro. Me llamo Lourdes.
- Lourdes, un bonito nombre. Como la Virgen.
- Así es, como la Virgen.
- ¿Sabes? Si tuviera una hija algún día la llamaría así, Lourdes.
- ¿Y eso?
- Nada en especial, solo me nació contártelo. Es algo que pienso a menudo, y aunque no tengo hijos, pero sí sueños de algún día tener una familia, ese nombre para una hija mujer me gustó siempre.
- Seguramente se lo pondrás a una hija tuya –comentó Lourdes sonriéndole con una bonita sonrisa y aseverándolo.


Tras terminar la comida ambos caminaron por la orilla del río. La tarde caía lentamente y el cielo se cargaba de pincelazos anaranjados, rojizos y ocres. Una vez que estuvieron en frente de las ruinas de la hostería Lourdes se detuvo y contempló la construcción que tenía en frente, justo río de por medio. Había algo en la construcción que le causaba melancolía. No podía saber qué era, ni porqué le sucedía aquello, pero ese sentimiento justo en aquel momento lo sintió a flor de piel.

- ¿Pasa algo? –preguntó el muchacho.
- No, bah, una pavada. No sé. Solo que al estar viendo esa construcción de repente me ha entrado una especie de ahogo y una sensación de melancolía. Mi padre cuando era niña supo venir a este pueblo. Íbamos de vacaciones a la costa o al norte y siempre pasábamos por aquí y nos deteníamos a orilla del río a tomar mates o a comer algo para luego proseguir la marcha. Me ha hecho bien pasar un tiempo aquí. Y lo más curioso es que no recuerdo esa hostería. No está en mi mente. Tal vez sea porque parábamos en otro lugar del río, no lo sé, fue hace mucho tiempo ya, yo era una niña.
- ¿Quieres ir allá?
- ¿Adónde? –dijo Lourdes con sorpresa.
- A las ruinas ¿Quieres conocer la hostería por dentro? Podemos ir si quieres.
- ¿Seguro?, ¿pero no es peligroso?, ¿no es que hay posibilidades de derrumbe y esas cosas?
- Fue apuntalada por dentro toda la construcción antes de abandonarse. Para estar un momento y ver por dentro no creo que se nos caiga en la cabeza –dijo él.
- Entonces me gustaría ir.
- ¿Sí?, ¿segura?
- Segura.

Subieron a la camioneta del muchacho y entraron a la ruta. Avanzaron unos cuantos kilómetros rumbo al sur y finalmente doblaron en una calle de tierra que desembocaba en un pequeño puente precario que cruzaba por sobre el río. Luego retomaron un camino de tierra que iba directamente a la hostería. Tras un rato el rodeo acabó. El motor de la camioneta se detuvo justo en frente de la puerta principal. Estando cerca de aquella construcción Lourdes la presintió más imponente. Si bien era pequeña, de pocas habitaciones, su arquitectura era exquisita, y de ella emanaba esa increíble presencia que solo las grandes construcciones suelen tener y hacer notar a los seres humanos.

- Bien, aquí estamos –dijo el muchacho.
- Sí, gracias ¿Sabes una cosa? –dijo ella- Una vez conocí un lugar así. Era un hostel, en una ciudad grande. Se llamaba “Roma”. Ahora que estoy aquí y miro esta construcción siento lo mismo que sentía en aquel entonces cuando conocí el hostel ¿No te ha pasado de ver sitios en tú vida que te hacen recordar a otros?
- Creo que un par de veces me pasó. No son muchas, pero sí sé de qué me hablas.
- Bueno, era eso lo que sentía cuando del otro lado del río miraba esta construcción. Me hace recordar a aquel hostel y eso me ha causado melancolía.
- ¿Es importante para ti ese recuerdo del hostel?
- Mucho. Ahí conocí a alguien que nunca más volví a ver.
- ¿Un enamorado?
- No. No fue eso. Fue alguien que apareció en mi vida, nos comunicamos, entablamos una relación de amistad, nos afianzamos, y de repente, por este modo de vivir tan mío y tan alocado, yo me fui y no volví a verlo. Sin embargo hace unos días volví a recordar todo aquello y me entraron unas ganas enormes de saber de ese hombre, y no sé por qué. Las ganas están, existen, pero no sé por qué se generan. En busca de ello voy.

El muchacho se quedó observando a Lourdes y sopesando cada una de las palabras que esta le decía. Si bien lograba hilvanar un poco lo que ella le contaba no tenía suficiente información para enhebrar una historia completa. La chica comenzó a caminar en dirección a la entrada de la hostería y al llegar a la puerta principal se paró y pasó suavemente la palma de su mano sobre la madera corroída. Como si aquella acción transmitiera información desde la vieja ruina a su piel. Luego entró. Caminó despacio por los pasillos, subió con cuidado las viejas escaleras, palpó algunas paredes, y se quedó observando viejos cuadros que aún colgaban de las paredes. En el suelo había adornos tirados, pedazos de mampostería rota, y hasta ropa que seguramente habría pertenecido al personal de limpieza del lugar. Todavía quedaban algunas camas con sus elásticos dañados. Algunas paredes tenían escrituras en aerosol y otras grafitis seguramente hechos por los chicos del pueblo.

- Algunas parejas suelen venir aquí –dijo el muchacho.
- Lo imagino. Al estar abandonado es un lugar ideal para la intimidad y el sexo, aunque no por ello menos peligroso.

Tras recorrer un rato el interior de la hostería de repente se detuvo en una habitación que le llamó la atención. No tenía mucho de distinto a las otras, solo que ésta poseía una estufa hogar en su interior. Sobre la estufa hogar, había muchos portarretratos pequeños con fotografías de personas. A simple vista parecían visitantes de la hostería. Comenzó a repasar uno a uno los portarretratos. Primero los tomaba, luego les quitaba el polvo, y finalmente observaba cada fotografía con tanta minuciosidad que parecía buscar algo en ellas.

- Seguramente esta habitación ha pertenecido al conserje o al dueño de la hostería –dijo el muchacho.
- Sí. Parece que cada tanto fotografiaban a los huéspedes como recuerdo. Me pregunto qué será de la vida de todas estas personas ¿Vivirán aún?, ¿recordarán esta vieja hostería?
- Seguramente algunos sí, otros habrán muerto. Vaya a saber –dijo él.
Tras un rato de observar las fotografías tomó la última y tras limpiar el vidrio con el revés de la manga de su campera y mirar detenidamente se sobresaltó arrojando el portarretrato al piso. Éste cayó e inmediatamente el vidrio se rompió en pedazos.
- ¿Qué pasa? –preguntó asustado el muchacho- ¿Te sientes bien?, ¿qué pasa?
- La fotografía –dijo Lourdes señalando el portarretratos en el piso y tapándose la boca con una mano. Sus ojos parecían un tanto desorbitados y su rostro delataba claramente el rostro de una persona con pánico.

El muchacho se agachó, quitó los vidrios con cuidado y alzó el portarretratos. Sacó la fotografía y le echó una mirada que no le dijo mucho. A sus ojos era simplemente una fotografía más como todas las otras, con personas desconocidas para él.

- ¿Qué tiene? –preguntó.
- El hombre de la fotografía.
- Sí, ¿qué tiene el hombre? Es una familia. Parecen padre, esposa e hijo.
- Sí. El hombre, ese hombre… es mi padre –dijo ella con lágrimas en sus ojos.
- ¿Tú padre?, ¡que coincidencia! –exclamó el muchacho. Y tú madre es muy bonita –concluyó.
- No, no, ella no es mi madre.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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Saint-Exupéry (veinte)



VEINTE


Tras tomar una curva el sol se coló por las ventanillas del lado derecho del colectivo en el que Lourdes viajaba. Lentamente reptaban los rayos sobre los tapizados coloridos de los asientos. Ella se acurrucó aún más mientras seguía tal vez soñando. El monótono rugir del motor la mantenía adormecida, casi extasiada. Se había abandonado totalmente al mundo de los sueños. Aquel cansancio que sus tareas le habían puesto sobre las espaldas ahora lentamente se iba diluyendo. Finalmente el sol dio en su rostro y ella despertó.

Al abrir los ojos no supo dónde estaba. Su mente, como si fuera un vasto papel en blanco, intentó ubicarla en tiempo y lugar, pero no le fue tarea fácil por un instante. Tras hacer memoria recordó que estaba volviendo a la ciudad, a ese lugar que muchas veces extrañaba cuando se encontraba perdida en algún punto distante entre la selva y la montaña. De su mochila extrajo un libro cuyas tapas estaban ajadas y sus hojas mantenían un color amarillento perpetuo. Ubicó un señalador y abrió el libro, despacio, como si degustara la tarea de hacerlo. Logró esbozar una diminuta sonrisa, imperceptible, de esas que se logran y se reprimen cuando la mente trae de golpe los recuerdos. “Hace tanto tiempo...” –dijo, mientras volteó a su vez la cabeza y miró por la ventanilla. Ahora el colectivo había tomado un largo trayecto recto surcado por una alameda. El sol se ocultaba un poco detrás de aquellos álamos y ella, como si jugara con él, abría y cerraba los ojos cuando lo veía.

Desde niña había adquirido la costumbre de disfrutar del sol. Su madre siempre solía llevarla a lugares soleados en donde ella jugaba y compartía momentos con otros niños. Solía tenderse sobre la hierba y quedarse ahí inmóvil, casi tiesa, observando el lento pasar del sol. Tras cerrar los ojos esperaba que ese color verde anaranjado se visualizara y que su rostro le indicara que la tibieza de los rayos ahora era subida de tono y casi quemaba. Disfrutaba siempre de aquellos juegos tan íntimos. El sol siempre había sido un recuerdo viviente de su madre. Él cada vez que posaba su tibieza en el rostro de Lourdes no permitía que ella olvidara a su madre.

En una de las paradas tras bajar ubicó un banco de madera y se dispuso a disfrutar del sol y de los minutos que el chofer indicó que estarían parados. De su mochila volvió a tomar el viejo libro y lo abrió donde indicaba el señalador. Se concentró en la lectura. Inhalaba y exhalaba el aire tibio placenteramente. Tras dejar su mente en blanco la lectura del libro acaparó toda su atención. Se había olvidado de todo cuanto la rodeaba.

Tras dar unas vueltas de página una anotación al margen la sobresaltó. Reconoció inmediatamente la letra de su padre ¡Cuánto tiempo había pasado desde su muerte!, ¡Cómo lo extrañaba! Los años de huérfana de padres que llevaba no eran pocos, sino que sumaban más de la mitad de los años de su vida. En todos aquellos años no pudo nunca evitar evocar el vacío que la presencia de sus padres habían dejado. Su padre en especial, casi de un modo omnipotente, había hecho de su mundo uno fantástico y amado, en el cual ella se sentía plena y feliz. Pero todo aquello había terminado el día del fatídico accidente que terminara con la vida de ambos. Lourdes de algún modo había iniciado un luto silencioso y amargo que la mantenía en una especie de ausencia del disfrute pleno de la vida misma. Aquel sitio dejado por ellos nada lo llenaba. Estaba ahí, intacto, como un enorme precipicio abierto en medio de un bonito bosque. Por más que ella intentara sortearlo no podía, y si lo hacía solía resbalar, y aferrándose con tenacidad y fuerza lograba reflotar y quedar tendida en la superficie de la otra orilla. Rodeara por donde rodeara el bosque siempre terminaba con la punta de sus pies al borde del precipicio.

Después de media hora de estar anclados en aquella estación terminal el chofer tocó un par de bocinazos avisándoles así a todos los pasajeros que el viaje continuaba. Sin embargo, como si una vocecita interna la convenciera, Lourdes decidió no subir al colectivo. Asomada a la ventanilla del chofer le explicó que allí se quedaba, que en todo caso subiría al próximo colectivo, pero que le había gustado el sitio y deseaba permanecer un tiempo más allí. El chofer tras asentir puso en marcha el motor, enfiló el colectivo hacia la ruta y finalmente se perdió en el horizonte. Ella volvió a sentarse en el banco, abrió nuevamente el libro y prosiguió leyendo.


* * *


Supe de la presencia de Marina cuando su mano cálida rozó mis dedos. Su perfume, inconfundible, también había inundado todo el dormitorio. Hacía ya cuatro horas que dormía después de un día agitado. Ella había entrado sigilosamente, y tras haber preparado una rica cena se dispuso a despertarme.

- He, despierta –me dijo al oído.

Entonces sonreí. Aquel modo de despertarme tan suave y sereno me encantaba. A lo lejos se escuchaba apagarse el murmullo de la ciudad, y la noche, ya presente, se había hecho dueña del cielo. Un aire con olor a flores de estación se colaba por la ventana. La habitación estaba en penumbra y de vez en cuando se colaba la luz de mercurio que irradiaba un farol de la calle. Volví a cerrar los ojos y recordé a mi madre en aquellos momentos que solía despertarme de igual modo y avisarme que la cena estaba lista. La ventana era la misma, la luz de mercurio también, la habitación inclusive, pero algo faltaba y jamás volvería a estar presente, y ese algo era ella.

De repente me vinieron unas ganas terribles de abrazar a Marina, la tomé por la cintura, la arrojé sobre la cama y detuve mis labios a menos de un centímetro de los suyos. Podía oler ese olor sensual y característico que emanaba de su boca; era un olor que me estremecía por completo y en algunos momentos despertaba mi libido. Nos miramos por un instante fijamente en medio de la penumbra. Sus ojos irradiaban un brillo como de lucero cuando la luz pasaba por sobre ellos. “Es bella”, dije para mis adentros. Algo estaba pasándome y lo hacía a pasos agigantados. Cada vez que estaba en una situación así con ella el mundo parecía cerrarse tal cual lo hace una planta carnívora que atrapó su presa. Afuera, en el universo exterior a ese mundo tan personal, nada podía alterar las emociones y felicidad que me producía estar cerca de ella.

- ¿En qué piensas? –preguntó ella sin dejar de mirarme fijamente.
- En ti –respondí.

Entonces ella sonrió y con su mano pequeña y tibia acarició mi mejilla derecha. Besó suavemente mis labios y volvió a sonreír. Algo, mágico y extraño, siempre quedaba flotando en el ambiente tras una de sus sonrisas. Ese algo, al ser perceptible, hacía que yo me sintiera el hombre más afortunado del planeta, alguien que si seguía en aquel tren seguramente perdería la cabeza por amor hacia aquella mujer.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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(Imagen: http://28.media.tumblr.com/tumblr_lkxuja6iKX1qcwpnbo1_400.jpg )
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