Saint-Exupéry (veinte)



VEINTE


Tras tomar una curva el sol se coló por las ventanillas del lado derecho del colectivo en el que Lourdes viajaba. Lentamente reptaban los rayos sobre los tapizados coloridos de los asientos. Ella se acurrucó aún más mientras seguía tal vez soñando. El monótono rugir del motor la mantenía adormecida, casi extasiada. Se había abandonado totalmente al mundo de los sueños. Aquel cansancio que sus tareas le habían puesto sobre las espaldas ahora lentamente se iba diluyendo. Finalmente el sol dio en su rostro y ella despertó.

Al abrir los ojos no supo dónde estaba. Su mente, como si fuera un vasto papel en blanco, intentó ubicarla en tiempo y lugar, pero no le fue tarea fácil por un instante. Tras hacer memoria recordó que estaba volviendo a la ciudad, a ese lugar que muchas veces extrañaba cuando se encontraba perdida en algún punto distante entre la selva y la montaña. De su mochila extrajo un libro cuyas tapas estaban ajadas y sus hojas mantenían un color amarillento perpetuo. Ubicó un señalador y abrió el libro, despacio, como si degustara la tarea de hacerlo. Logró esbozar una diminuta sonrisa, imperceptible, de esas que se logran y se reprimen cuando la mente trae de golpe los recuerdos. “Hace tanto tiempo...” –dijo, mientras volteó a su vez la cabeza y miró por la ventanilla. Ahora el colectivo había tomado un largo trayecto recto surcado por una alameda. El sol se ocultaba un poco detrás de aquellos álamos y ella, como si jugara con él, abría y cerraba los ojos cuando lo veía.

Desde niña había adquirido la costumbre de disfrutar del sol. Su madre siempre solía llevarla a lugares soleados en donde ella jugaba y compartía momentos con otros niños. Solía tenderse sobre la hierba y quedarse ahí inmóvil, casi tiesa, observando el lento pasar del sol. Tras cerrar los ojos esperaba que ese color verde anaranjado se visualizara y que su rostro le indicara que la tibieza de los rayos ahora era subida de tono y casi quemaba. Disfrutaba siempre de aquellos juegos tan íntimos. El sol siempre había sido un recuerdo viviente de su madre. Él cada vez que posaba su tibieza en el rostro de Lourdes no permitía que ella olvidara a su madre.

En una de las paradas tras bajar ubicó un banco de madera y se dispuso a disfrutar del sol y de los minutos que el chofer indicó que estarían parados. De su mochila volvió a tomar el viejo libro y lo abrió donde indicaba el señalador. Se concentró en la lectura. Inhalaba y exhalaba el aire tibio placenteramente. Tras dejar su mente en blanco la lectura del libro acaparó toda su atención. Se había olvidado de todo cuanto la rodeaba.

Tras dar unas vueltas de página una anotación al margen la sobresaltó. Reconoció inmediatamente la letra de su padre ¡Cuánto tiempo había pasado desde su muerte!, ¡Cómo lo extrañaba! Los años de huérfana de padres que llevaba no eran pocos, sino que sumaban más de la mitad de los años de su vida. En todos aquellos años no pudo nunca evitar evocar el vacío que la presencia de sus padres habían dejado. Su padre en especial, casi de un modo omnipotente, había hecho de su mundo uno fantástico y amado, en el cual ella se sentía plena y feliz. Pero todo aquello había terminado el día del fatídico accidente que terminara con la vida de ambos. Lourdes de algún modo había iniciado un luto silencioso y amargo que la mantenía en una especie de ausencia del disfrute pleno de la vida misma. Aquel sitio dejado por ellos nada lo llenaba. Estaba ahí, intacto, como un enorme precipicio abierto en medio de un bonito bosque. Por más que ella intentara sortearlo no podía, y si lo hacía solía resbalar, y aferrándose con tenacidad y fuerza lograba reflotar y quedar tendida en la superficie de la otra orilla. Rodeara por donde rodeara el bosque siempre terminaba con la punta de sus pies al borde del precipicio.

Después de media hora de estar anclados en aquella estación terminal el chofer tocó un par de bocinazos avisándoles así a todos los pasajeros que el viaje continuaba. Sin embargo, como si una vocecita interna la convenciera, Lourdes decidió no subir al colectivo. Asomada a la ventanilla del chofer le explicó que allí se quedaba, que en todo caso subiría al próximo colectivo, pero que le había gustado el sitio y deseaba permanecer un tiempo más allí. El chofer tras asentir puso en marcha el motor, enfiló el colectivo hacia la ruta y finalmente se perdió en el horizonte. Ella volvió a sentarse en el banco, abrió nuevamente el libro y prosiguió leyendo.


* * *


Supe de la presencia de Marina cuando su mano cálida rozó mis dedos. Su perfume, inconfundible, también había inundado todo el dormitorio. Hacía ya cuatro horas que dormía después de un día agitado. Ella había entrado sigilosamente, y tras haber preparado una rica cena se dispuso a despertarme.

- He, despierta –me dijo al oído.

Entonces sonreí. Aquel modo de despertarme tan suave y sereno me encantaba. A lo lejos se escuchaba apagarse el murmullo de la ciudad, y la noche, ya presente, se había hecho dueña del cielo. Un aire con olor a flores de estación se colaba por la ventana. La habitación estaba en penumbra y de vez en cuando se colaba la luz de mercurio que irradiaba un farol de la calle. Volví a cerrar los ojos y recordé a mi madre en aquellos momentos que solía despertarme de igual modo y avisarme que la cena estaba lista. La ventana era la misma, la luz de mercurio también, la habitación inclusive, pero algo faltaba y jamás volvería a estar presente, y ese algo era ella.

De repente me vinieron unas ganas terribles de abrazar a Marina, la tomé por la cintura, la arrojé sobre la cama y detuve mis labios a menos de un centímetro de los suyos. Podía oler ese olor sensual y característico que emanaba de su boca; era un olor que me estremecía por completo y en algunos momentos despertaba mi libido. Nos miramos por un instante fijamente en medio de la penumbra. Sus ojos irradiaban un brillo como de lucero cuando la luz pasaba por sobre ellos. “Es bella”, dije para mis adentros. Algo estaba pasándome y lo hacía a pasos agigantados. Cada vez que estaba en una situación así con ella el mundo parecía cerrarse tal cual lo hace una planta carnívora que atrapó su presa. Afuera, en el universo exterior a ese mundo tan personal, nada podía alterar las emociones y felicidad que me producía estar cerca de ella.

- ¿En qué piensas? –preguntó ella sin dejar de mirarme fijamente.
- En ti –respondí.

Entonces ella sonrió y con su mano pequeña y tibia acarició mi mejilla derecha. Besó suavemente mis labios y volvió a sonreír. Algo, mágico y extraño, siempre quedaba flotando en el ambiente tras una de sus sonrisas. Ese algo, al ser perceptible, hacía que yo me sintiera el hombre más afortunado del planeta, alguien que si seguía en aquel tren seguramente perdería la cabeza por amor hacia aquella mujer.

(Continuará en un próximo capítulo...)

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(Imagen: http://28.media.tumblr.com/tumblr_lkxuja6iKX1qcwpnbo1_400.jpg )

2 comentarios:

SILVIA dijo...

¡uFF! TENGO QUE PONERME AL DÍA... UN ABRAZO!!

SIL dijo...

Ver a la persona perdida en el sol, es un garantía de luz permanente...

Cuando este hombre salte del tren para salvarse,
se topará con Lourdes¿?

Beso, Errante.


SIL