Saint-Exupéry (veintinueve)



VEINTINUEVE


Llegando a Misiones la ruta se encontraba solitaria. Lourdes dormía y reposaba su cabeza sobre su lado derecho, con sus miembros contraídos, en posición fetal que despertaba cierta ternura. La mujer gorda mantenía las manos firmes al volante, y con la mirada concentrada en la línea punteada de la ruta cavilaba distintos pensamientos que la mantenían abstraída del mundo real y circundante. Pensaba en su propia vida, en su soledad, en el descontento que por momentos le sobrevenía al visualizar su vida como si fuera un observador lejano. Su infancia no había sido de las mejores. Había nacido en aquel pueblo perdido entre los cerros, en una casa de familia humilde y trabajadora. Su padre había fallecido siendo ella pequeña. Solo le quedaban aislados recuerdos arraigados con fuerza desde los confines de su memoria. Hubiese querido tenerlo más tiempo junto a ella, tal vez, aunque más no sea, un par de años, pero no, la vida, mezquina y egoísta como muchas veces ella la sentía, había decidido que su tiempo había llegado a su fin, y así como un día al abrir sus ojos a horas de nacer lo había visto por primera vez, así también vio como aquellos ojos oscuros y profundos dejaban de mirarla y se iban rápidamente de esta vida.

Para la mujer gorda la ausencia de su padre había marcado una zona oscura en muchos años de su vida. Una franja de tiempo que ella nunca quería recordar, y si lo hacía sabía que se sometía a una experiencia angustiante, cargada de preguntas sin respuestas, de sentimientos encontrados y de dolor. Se volcó por completo al cuidado de su madre, enferma y postrada. En la veintena había trabajado en el Municipio del pueblo y en distintos comercios, hasta que un buen día, tras el fallecimiento de su madre, decidió vender la casa natal y un par de propiedades que su padre había adquirido en los buenos tiempos y se decidió por un nuevo emprendimiento a nivel laboral y comercial: la compra de un hotel. Así, año tras año y poniendo mucho empeño logró adentrarse más y más en el mundo de la hotelería. Asistía a cursos sobre administración hotelera y administración empresarial, se mantenía al corriente de las leyes tributarias y de personal, y cada tanto realizaba algún que otro curso acelerado sobre manejo de personal y psicología laboral. Todo ello le servía para llevar adelante, casi sola, el hotel que había comprado. No era una tarea fácil. Desde el momento previo a la compra, justo cuando analizaba aquel nuevo desafío en su vida, sentía que semejante empresa para una mujer joven respondía a las características de los más altos desafíos. Aun así, fue muy breve el titubeo y la indecisión se esfumó junto los pensamientos negativos. Una mañana de noviembre de 1998 se dirigió al banco local, sacó todo el dinero que había en las cuentas, tomó las escrituras de las propiedades que había heredado y realizó la operación de compra del hotel. No hubo dudas, no hubo ningún arrepentimiento final a la hora de estampar la firma en el contrato. Los empleados, desde las sirvientas, pasando por los dos jardineros, el chico que se encargaba de la cocina y el sereno, la adoraban. Si en época de vacaciones el hotel se llenaba al máximo entonces contrataba mano de obra local, preferentemente adolescentes estudiantes de escuela secundaria o jóvenes que cursaban la carrera de hotelería en la capital provincial. Aquella manera de brindar trabajo lograba que toda persona en el pueblo la sintiera una persona especial, muy bondadosa y de buen corazón. Sin embargo, más allá de todo el éxito cosechado con tal esfuerzo y esmero, la mujer gorda sentía que una parte de su vida estaba incompleta.

A veces, por las noches, solía sentarse en una silla de descanso a la entrada de la administración. Desde allí contemplaba las estrellas en el cielo. Cada vez que quería adivinar a qué constelación pertenecían caía en la cuenta que no las conocía, que tan solo sabía sus nombres de haberlas escuchado pronunciar o bien por verlos escritos en algún diario o libro. En el vasto cielo nocturno, mientras miraba en silencio las estrellas, solía sentir que la soledad le oprimía el pecho. Era una sensación angustiante, que dejaba un dolor punzante en su pecho y un sabor amargo en su boca. Sin embargo no lloraba. Ni una lágrima recorría sus mejillas. Llorar es de débiles, se decía a sí misma, y abriendo los ojos como platos para evitar lagrimear clavaba su mirada con más intensidad en el cielo. Esa templanza y ese modo de auto inducirse a la firmeza psicológica le había servido durante años para seguir adelante y no bajar los brazos.


Solo había tenido un único y gran amor. Un muchacho de la capital, que por aquel tiempo en que se conocieron él trabajaba como maestro rural en una escuela del pueblo. Había llegado de la capital y se encargaba de impartir clases en primer y segundo grado de primaria. Se conocieron por casualidad una tarde en que el muchacho llegó al hotel y pidió una habitación simple. Llevaba un portafolio de cuero negro, un saco colgando del brazo, el cuello de la camisa desprendido y el nudo de la corbata flojo, y unos anteojos de montura de carey que casi ocupaban la mitad de su rostro. No fue por su belleza que se sintió atraída sino por el modo en que el muchacho la miraba y por la docilidad y suavidad de sus gestos que se sumaban a una amabilidad y bondad casi inexistentes en los hombres de su edad en todo el pueblo. En el acto dedujo que estaba frente a un hombre amable y respetuoso. Se sintió atraída instantáneamente. Alguien que la miraba como un igual y no como si fuera una persona extraña a la sociedad (la gordura había sido siempre causal de sufrimiento para ella, tanto a nivel físico como psicológico) Después de completar la planilla de admisión el muchacho tomó las llaves y se dirigió a su cuarto. Ese día fue normal para todo el mundo, menos para ella. A la mañana siguiente, al momento de dejar las llaves en la administración para el aseo de la habitación, cruzaron por primera vez sonrisas tímidas. Poco a poco algo fue creciendo entre ellos hasta que finalmente las charlas y salidas a caminar se hicieron habituales. El muchacho viajaba de la capital todas las semanas. Allá tenía a su familia, y aunque él era soltero, aún gustaba de vivir con sus padres y se quedaba con ellos los fines de semana.

La mujer gorda por aquel tiempo se sentía en el máximo esplendor de felicidad que había vivido en su vida. Nunca ningún hombre se había acercado tanto a su corazón, salvo su padre, pero ese era otro tipo de acercamiento y amor, algo muy distinto al que por aquel entonces experimentaba con el joven maestro. De esa amistad llegó el primer beso, la primera caricia, y la primera vez que tuvo sexo con un hombre. No fue algo premeditado, tan solo se dio paulatinamente y todo desencadenó en un momento de éxtasis y pleno gozo. Él la condujo muy despacio por el camino de la seducción y ella, sin oponer resistencia alguna, se arrojó de lleno a ese nuevo mundo que tanto deseaba conocer y jamás se lo había permitido.

- ¿Me amas? -preguntó ella.
- Sí -dijo él mientras la mantenía debajo de su cuerpo propiciándole caricias en su cuerpo y en sus cabellos.

Durante toda esa noche hicieron el amor de manera desinhibida. Ella se había olvidado por completo del pudor y de que era su primera vez. Se había sentido cómoda, querida, y a la vez consentida en todo aquello que ella requería o deseaba. Él era todo para ella. Después de aquel día el sexo se hizo carne en ellos. No pasaba día en el cual él estuviera en la ciudad y no fuera una buena oportunidad para el libre gozo y el sexo. Ella tan solo al verlo venir ya lo deseaba, con tanta desesperación que el corazón parecía saltarle por su boca y su cuerpo seguirlo de la mano. Llegado el día viernes todo concluía: él tomaba el colectivo y no se le veía más un pelo hasta el día lunes a las ocho de la mañana.

Aquella historia de amor in crescendo fue afianzándose más y más, al punto tal de que ella cierto día le propuso vivir juntos en la casa contigua al hotel. Aquella propuesta fue bien recibida por el muchacho (aunque él hacía ya tiempo que no pagaba su habitación) y solo había puesto una condición: que los fines de semana sí o sí necesitaba ver a sus padres. La propuesta a la mujer gorda no le pareció mal, pero lo que no imaginó era que él deseaba visitarlos a solas, sin su compañía. Tras digerirlo un par de veces ella terminó aceptándola y no opuso resistencia. La convivencia duró casi un año. Mientras duró ella logró esfumar muchos de deseos reprimidos, logró sentirse plenamente feliz y todo parecía pasar desapercibido bajo el manto del enamoramiento. Fue hasta que un sábado el partió hacia la capital y ella, con el hotel vacío y en temporada baja, deseó seguirlo y con ello ver lo que jamás habría querido ver. Él desde hacía años mantenía una relación de pareja con una mujer mayor que había conocido en uno de los colegios donde daba clases. Solo se veían los fines de semana, y era una relación que se mantenía en el tiempo gracias al buen sexo y a los principios sin compromiso que desde un comienzo habían pactado. Los padres del muchacho hacía ya años que habían fallecido. La mujer gorda cayó en la cuenta de tal situación cuando localizó la vieja casa familiar situada en un viejo barrio de la capital -que ahora era una casa de seguros- y ya no vivían allí ningún par de ancianos. Esa noticia le ocasionó un verdadero shock que le comenzó a despertar sospechas rápidamente. A continuación decidió seguir indagando y se le ocurrió comenzar con los mismos vecinos del barrio. En el acto la indagación había arrojado sus frutos: el hombre del cual ella estaba enamorada y convivía hacía ya casi un año se había mudado al departamento de una profesora universitaria de cuarenta y tantos años, en el barrio universitario, a unos treinta minutos de allí. Sin más, la mujer gorda se subió a su automóvil y se dirigió al barrio universitario con la dirección de aquella mujer anotada en un papel.

Bastaron dos golpes de nudillos para que se abriera la puerta y ante ella se presentase su actual pareja. Él la observó un tanto incrédulo. Acto seguido esbozó una diminuta mueca de sonrisa y abrió sus manos como indicando, “lo siento, me atrapaste”.

La mujer gorda manejó todo el camino al pueblo entre lloriqueos y gritos. Nada la calmaba. Había sido herida hondamente y ese dolor calcinaba y pulverizaba lentamente su corazón. La oscuridad de la ruta dejaba entrever en el horizonte un manto blanco de estrellas que comenzaban a fulgurar en la noche. Aquella imagen se plasmó en su memoria. Ahora, las estrellas ya no significaban lo mismo, ya no la invitaban a recordar a qué constelación pertenecían, sino que se fijaron en su memoria como una señal de mal augurio que indicaba que el amor de por sí es efímero, pero a veces lo es mucho más de lo que realmente parece.

Llegando a Posadas la mujer gorda estacionó el automóvil en una estación de servicio. Bajó, se aseó un poco, fue al baño y entró en el mini-shop con intenciones de comprar algo comestible que calmara su ansiedad. Pidió un café cortado con una lágrima de leche, dos medialunas, una barrita de chocolate, y se sentó a una mesa que daba a la ventana. Desde allí podía observar el automóvil y velar el sueño de Lourdes. Cada tanto observaba el cielo. El amanecer no tardaría mucho en llegar. Aquel cielo le pareció un tanto extraño, no era como el de todos los días. Tal vez es el cansancio, pensó, pero luego se dijo que no, que era un cielo distinto, en un lugar del mundo donde jamás había estado. Mientras sorbía el café las primeras pinceladas del amanecer caían sobre la tierra bañando todo lo que encontraban a su paso y pintándolo todo de un color amarillo y anaranjado. Un nuevo día, susurró por lo bajo. Sí, un nuevo día era el que hacía que uno anterior pasara a la memoria. Un nuevo día era el encargado de dejar atrás todo aquello vivido, tanto las alegrías como las tristezas. Un nuevo día era el ciclo correcto y eficaz para limpiar el espíritu de impurezas y hacer que la mente se despeje, dejando todo aquello que nos mantiene atados, a un lado.

Tras los primeros rayos de sol Lourdes se despertó. Atinó a hablar con la mujer gorda pero no la encontró a su lado. Se hizo visera con su mano en la frente para cubrirse de la luz solar. Enseguida comprendió dónde se encontraba. Aguzó la mirada y localizó a la mujer gorda desayunando en el mini-shop. Entonces sacó una mano por la ventanilla y esbozando la primera sonrisa del día la movió de lado a lado indicándole un hola, buen día, aquí estoy, soy yo, la chica que busca el destino de su vida.


(Continuará en un próximo capítulo...)


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Saint-Exupéry (veintiocho)



VEINTIOCHO

Estacioné el automóvil, giré la llave de encendido del motor y tras escuchar cómo se apagaba y volvía el silencio permanecí inmóvil por un rato. Miré mis manos aferradas al volante. Giré mi cabeza a la derecha y observé a Marina. Ella me miraba en silencio, como si escudriñase en mis facciones algún indicio que le diera pie a deducir qué pensamientos pasaban por mi cabeza. Sin embargo yo no pensaba en nada. Mi mente estaba en blanco, mis manos sudaban y cierto temblor de nerviosismo subía desde la planta de mis pies, pasaba por mis piernas y se perdía en la plenitud del torso. El miedo escénico a una posible verdad. Una verdad que podía llegar a ver la luz después de muchos años de encontrarse sumida en la oscuridad, replegada en el fondo de un tiempo ya pasado y que había pertenecido a otras personas, mis padres. Era el mismo miedo que sentía en los momentos que mi padre nos dejaba al irse de viaje y nos quedábamos solos con mi madre por las noches. Los sonidos del viento al atravesar la parra del patio, el sonido que producían las hojas al caer, las sombras danzantes que jugaban con las luces de mercurio de la calle, el ruido de las celosías golpear contra la pared. “No temas, hijo...” era la frase salvadora de mi madre, que se cernía sobre mí como una mano tierna y suave que lograba extraerme de aquel miedo de niño inocente y colocarme entre algodones. Mi madre, la persona que a fuerza de golpecitos exactos y esmerados talló gran parte de mi personalidad. La única persona en el mundo que escudriñó cada una de mis aristas y extrajo de ellas cierta esencia que hasta yo mismo desconocía.

Marina posó su mano sobre la mía y así, tras sentir su tibieza, logré desprenderme del volante. Nos dimos un beso y quedamos con nuestras frentes apoyadas por un instante. Dentro del automóvil era todo silencio. Afuera era todo silencio. Parecía que el tiempo hubiera detenido sus incanzable correr y nos permitiera por un momento compenetrarnos de lleno en lo que estábamos viviendo. No puedo mentir, no puedo negar que en ese momento mi estómago se hacía un nudo y se endurecía. Di un beso en la frente a Marina y abrí la puerta del automóvil.

- Espérame aquí. Ya vuelvo.

Salí del automóvil y me dirigí a paso firme hasta el mercado. Era una construcción que debía tener cerca de cien años. Aún en su fachada quedaban rastros intactos de arquitectura que facilitaban poder datar su fecha de construcción. Un cartel que rezaba: Mercado “Don Antonio”, se mostraba altivo y vigente, como si el paso de los años no lo hubieran alterado. Abrí la puerta y miré dentro. Detrás del mostrador de la carnicería había un señor longevo afilando un cuchillo. No había clientes, no había cajero. Pensé que sería por la hora; después de todo en los pueblos chicos la gente siempre va tarde por las compras. Me acerqué al hombre casi sin mirarlo a la cara. Las manos me sudaban. Al llegar al mostrador observé que el hombre parecía tener mucho más años de los que yo le había calculado.

- Buenas tardes -dije carraspeando- ¿Podría hacerle una pregunta, señor?
- Claro, hijo. Todas las que quiera. Por eso no se cobra... todavía -dijo bromeando el anciano y echando al aire una sonrisa.

Debo decir que la primera impresión que tuve de aquel hombre fue positiva. Hizo que mi cuerpo se aflojara y que poco a poco aquella tensión que se había apoderado de mí fuera esfumándose. Sonreí. Eso era señal que me empezaba a sentir mejor.

- ¿Qué será, entonces? -dijo el hombre.
- Quisiera preguntarle algo sobre el padre Ernesto, el cura que falleció hace ya muchos años. - - Mire, no soy de aquí, soy de Córdoba, y he venido buscando información sobre mis padres y el único que podría haber sabido algo sobre ello es el padre Ernesto. Pero bueno, la fatalidad ha hecho que tampoco pueda ayudarme.
- Sí, sí... -dijo el hombre mientras su rostro se compungía y posaba el cuchillo junto la chaira sobre el mostrador-, ¿y qué necesitas saber sobre el Padre Ernesto?
- Si usted sabe de alguien que sepa de él. Verá, yo necesito saber si él conoció a mis padres.
- Ahhh -exclamó el anciano abriendo los ojos como plato- ¡hubiéramos empezado por ahí! ¿Tus padres eran de por acá?
- Sí, ambos nacieron aquí, pero siendo jovencitos se fueron a vivir a Córdoba.

El hombre tomó nuevamente el cuchillo y la chaira y siguió con la tarea de afilar. Lo hacía de manera precisa, sin error. Se dejaba ver que sabía lo que hacía. Tal vez llevaba años en el mismo sitio haciendo exactamente lo mismo, chocando el filo del cuchillo contra el otro metal. A veces la gente gusta de hacer lo mismo por años, otras veces lo hace sin darse cuenta siquiera, y así la vida pasa y ellos simplemente siguen hechizados dentro de un paréntesis atemporal en donde la misma acción se continúa una y otra vez.

Después de un rato de pasar el cuchillo contra la chaira observó el filo, asintió con la cabeza y nuevamente posó los objetos sobre el mostrador.

Escudriñó mi ser por un momento sin decir palabra alguna. Noté que estaba un tanto pensativo, como si fuera un perro escarbando en un montículo de tierra en búsqueda de algo enterrado, tal vez un hueso, tal vez un pequeño tesoro. Tenía una cabeza pequeña, con muy poco pelo, y sus ojos, lo más llamativo de su rostro, se asemejaban a dos témpanos helados a la deriva en un mar ártico.

- Dices que tus padres vivieron en el pueblo de jovencitos.
- Sí, así es señor.
- ¿Y cuál eran sus nombres?
- Mi madre se llamaba Elena Villalobos, y mi padre...

El anciano no me dejó terminar. Levantó una mano, esbozó una sonrisa y sus ojos fríos se iluminaron de una manera especial. Su mirada se perdió por un instante en dirección a la plaza. Se podía observar claramente que miraba hacia allí pero en realidad no miraba nada.

- Elena... sí, la recuerdo. Yo soy un poco mayor que ella. ¿Cómo está ella ahora? -dijo el anciano finalmente.
- Mi madre falleció en 1992 -respondí secamente.

El anciano dejó caer sus grandes cejas y cerró por un momento los ojos. Un halo sombrío pasó por su rostro. Fue apenas perceptible. Conocía a mi madre, de eso no había dudas. La noticia lo había golpeado.

- Lo siento mucho, hijo -dijo con un hilo de voz muy fino, nada que ver con la voz normal que él tenía.
- Veo que la noticia de la muerte de mi madre lo ha sorprendido -dije.
- Sí. Es que uno siempre mantiene en mente que todas las personas queridas y recordadas aún viven. Tal vez suene a un vil autoengaño, pero es una manera egoísta de no pensar en que la muerte nos roba todo y poco a poco nos deshoja como pétalos de una flor.
- Sin embargo eso es inevitable -dije con seriedad.
- Lo sé, pero vuelvo a decirte -y tal vez lo entiendas a mi edad-, el pensar que nadie de tus personas allegadas o queridas han fallecido te permite levantarte día a día de un modo distinto, no sé si más feliz, pero sí con la cabeza y el corazón más oxigenados y puros.
- No lo sé -comenté por lo bajo-, no me gustaría autoengañarme de ese modo. Sería como negar que todo lo que inicia un buen día acaba. Es como una negación infantil al proceso de vida de un ciclo biológico. La muerte de mi madre causó en mí un gran vacío. Puedo reconocer eso. No obstante logré rellenarlo lentamente y enfoqué mi vida pensando que así debía de ser, que por más que yo amara con todo el corazón a mi madre ella tarde o temprano se alejaría para siempre de mí.
- Veo que has sufrido mucho -dijo el hombre mirándome de soslayo. Ven, vamos a sentarnos un rato en un banco de la plaza, creo que tenemos muchas cosas por charlar.

Salimos y el hombre cerró la puerta del comercio con llave. Antes, había colocado un diminuto cartel que rezaba: vuelvo enseguida, colgado de la puerta. Cruzamos la calle en dirección a la plaza. Ahora se veía un poco más de movimiento. Marina me observaba desde dentro del automóvil. Le hice señas que estaba todo bien. Ella sonrió.

La plaza era grande, vistosa, colmada de palmares. Tenía unos bancos de madera pintados de color blanco con algunas ornamentaciones en bronce adheridas a sus patas. Se podría decir que la plaza tenía un bonito toque. Un delicado toque, que hacía que uno se sintiese cómodo y relajado mientras transitaba por ella. Mientras caminábamos a la par el anciano paracía sumergido en recuerdos. Sus ojos miraban hacia el frente, pero no miraban nada. Podía percibirlo. Estaba ausente, tal vez en el mundo de los recuerdos, o un poco más allá. Tuve intenciones de hablar pero no salía palabra alguna de mi boca. Por un instante pensé que algo invisible había sellado mis labios y era adrede, para que el anciano siguiera en sus cavilaciones y nada alterase el flujo de sus recuerdos.

Al llegar a un banco en medio de la plaza nos sentamos. El sol ya comenzaba a calentar bastante, y el aire era cálido y agradable. Había palomas y gorriones revoloteando por doquier. Los palmares, en sus copas, se mecían por el accionar del viento. De vez en cuando algún que otro transeúnte pasaba por delante de nosotros. El hombre posó sus manos sobre sus piernas y se mantuvo erguido en en esa posición por un rato, mirando hacia el frente, nuevamente no mirando nada.

- ¿Se encuentra bien? -pregunté.
- Sí, hijo, estoy bien. Es que... -en ese instante volvió ha hacerse un silencio y sus ojos se llenaron de lágrimas-, es que... verás, yo he conocido bien a tú madre. Demasiado bien diría yo.
- ¿Sí? -pregunté un tanto sorprendido.

El anciano asintió con su cabeza y volvió a quedar en silencio. Luego de un momento refregó sus manos y se las miró como si observase a un objeto totalmente ajeno a su cuerpo.

- Tú madre y yo supimos ser novios en nuestra adolescencia. Íbamos al mismo colegio secundario, el único que había por aquel entonces, y ahí nos conocimos. No fue una relación que durase mucho, pero sí fue muy intensa. Creo que sabes cómo es el amor de adolescentes; no hace falta que te explique demasiado. En los tiempos de antes el amor era el mismo amor de ahora, pero se lo vivía de otro modo. Tal vez más respetuosamente, tal vez más silenciosamente, no sé. No digo que esté mal ni bien, solo digo que era diferente. Y así como era de diferente también la huella que dejaba en los corazones era diferente. Hoy es todo mucho más efímero, hijo. Antes el amor de una mujer era algo glorioso para un hombre. Cuando te sentías amado creías tocar el cielo con las manos y poder apretar las nubes entre tus dedos. El bonito recuerdo que tengo de aquella relación con tú madre siempre ha sido para mí algo de lo que me jacto. Las buenas personas no se eligen, pasan por tú vida, se compenetran con ella, la impregnan con su gracia, y luego siguen su camino.

Supongo que lo que más me impresionó de las palabras del anciano fue el respeto que emanaba de ellas. Un respeto en todo sentido, inclusive cuando lo fusionaba con la palabra amor y lo mimetizaba con mi madre. Jamás hubiera imaginado que el destino me llevaría a conocer a un hombre que había amado a mi madre... y al cual ella tal vez también habría amado ¿Acaso nunca me detuve un instante a pensar en que mi padre podría no haber sido el único amor de mi madre? No. Nunca lo había hecho. Difícilmente uno imagine a sus padres en relaciones amorosas con otras personas. Difícilemente uno mismo imagina a su pareja en una relación amorosa con otra persona. Es algo invisible y de negación automática que se produce en los seres humanos. Es parte del sentido de posesión que tanto florece en cada uno al momento de sentirse enamorado y amado.

Guardamos silencio durante unos minutos. Dejé que el anciano tomara fuerzas. Noté que la noticia de la muerte de mi madre aún lo mantenía alejado de la realidad. Yo respiré hondo, miré el cielo y observé la copa de los palmares. Un par de pájaros cruzaban el cielo por sobre nosotros. Me pregunté si alguna vez vería a aquellos pájaros otra vez volar en mi vida. Tal vez nunca, me respondí. Tras bajar la mirada la posé en los ojos del anciano y, en un acto casi reflejo, palmeé con mi mano derecha su espalda.

- Mire... -dije un tanto dubitativo- para mí es un honor haberlo conocido. Si mi madre compartío momentos especiales e importantes con usted en su juventud es porque en realidad lo quiso y tal vez lo amó. Eso a mí me llena de emoción. Reconozco que no es algo común encontrarse un viejo amor de una madre en la vida, pero tampoco es algo de lo que haya que renegar ni mucho menos sentirse infeliz. Si de algo sirve, si en algo vale, quiero decirle que mi madre aunque ya no viva, y esté donde esté, seguramente está feliz por éste encuentro entre usted y yo.

Un par de lágrimas comenzaron a brotar de los ojos del anciano. Cruzó los dedos de sus manos y los apretó fuerte, muy fuerte.

- Creo que puedo ayudarte con lo del padre Ernesto. Y tengo una leve idea de lo que has venido a buscar aquí. Creo que es hora que sepas algunas cosas que por más que el tiempo se haya encargado de ocultar siempre permanecen allí, bajo el manto invisible del destino.

Asentí con la cabeza. Respiré hondo y tras darme vuelta hice señas a Marina que podía acercarse. Al llegar Marina vio llorando al anciano y se asustó. Tras explicarle la situación ella se puso en cuclillas, tomó las manos del anciano y lo besó en la mejilla. Aquella acción de Marina me sorprendió llamativamente. El beso, diminuto y tan sentido en la mejilla de aquel hombre me había parecido una de las expresiones más tiernas que había visto en mi vida. Con esa imagen en mi mente terminé el día. Mientras estaba acostado en una cama de hotel y Marina durmiendo a mi lado no dejaba de pensar en cómo habrían sido aquellos años felices de mi madre. A la vez sentía que existía una brecha entre aquellos momentos tensos que ella tenía con mi padre y esos momentos de felicidad que había pasado con el anciano del mercado. Quise desenchufar mi cabeza, apagar mi mente, esfumar mis pensamientos, pero me era imposible. Había algo en el aire, tal vez el influjo de los palmares o el murmullo que bajaba desde la flora selvática, que me hacía presentir que tan solo había encontrado la punta de un ovillo que era demasiado grande y largo para desenvolver.-


(Continuará en un próximo capítulo...)

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