Volar




“Yo voy a volar algún día.
Estaré sobre los continentes
Y sobre las personas atónitas.
Tú me has ganado poco a poco…”

Poema anónimo






Una vez volé. No fue en un sueño, tampoco en un pensamiento. Volé de verdad. Fue cumplir un gran anhelo, algo que desde muy pequeñín había deseado y jamás considerado posible, pero como todas las cosas, a veces, sin explicaciones razonables, los milagros suceden.

Lo más curioso de poder volar es que puedes ver la vida de todos desde las alturas. Solo tienes que aguzar la visión y acercarte o alejarte un poco. Con ello logras ver cosas que otros no ven. Sin embargo, por más que podía volar, no me fue permitido ver a través de las cosas. No. Era demasiado.

Fue de mañana, tras despertar. Me senté en la cama y froté mis ojos. Un sol nuevo y anaranjado se recortaba en el horizonte. En frente de la ventana, el maizal se mantenía erguido y altivo ante los rayos tibios de ese sol. Escuché el trinar de los pájaros, que al igual que yo, despertaban esa mañana. Con el paso del tiempo, mis ojos se fueron acostumbrando a la luz solar y a los claroscuros de la habitación. A mis pies se hallaba mi mochila escolar, en el suelo mi ropa quitada la noche anterior, y apoyado al costado de la ventana mi barrilete. No podía despegar mis labios. Se mantenían cerrados, perezosos de moverse, y mi lengua aún más dormida, sin ganas siquiera de comenzar su tarea para decir alguna palabra. Pensé cuán maravilloso se veía el amanecer. Era un regalo de la vida. En aquella edad todo nos maravilla, pero el nacimiento de un nuevo día siempre me había producido un efecto especial en mi interior, como si yo hubiese muerto la noche anterior, y resucitado a una vida feliz al amanecer.

Mis padres dormían. Podía ver a través de la puerta entreabierta de mi habitación la de ellos cerrada. Era demasiado temprano. Mi padre había trabajado hasta tarde con sus maquetas y mi madre le había hecho compañía, sentada en el sofá, tejiendo sweaters para el invierno próximo. En aquel nuevo amanecer lleno de bonitas cosas sorprendentes, mis pensamientos adquirieron una fuerza desconocida, a tal punto que lo que deseé por un instante se hizo realidad: volar.

Comencé flotando sobre la cama. Sin estabilidad. Con mucho miedo. Me vi levitarme y no comprendía nada. En realidad el miedo y el susto que me producía aquella acción no me dejaban disfrutar en absoluto eso que tanto anhelaba. A medida que me despegaba un poco más de las sábanas iba sintiendo más temor. Así pasó durante unos cuantos minutos. Luego, como si de repente algo invisible y poderoso dentro de mi interior impartiera una orden, comencé a estabilizarme mejor y a no tener miedo. Lo primero que noté fue que según lo que pensara mi cuerpo se movía en una u otra dirección. Por ejemplo pensé que deseaba seguir viendo la gran bola anaranjada del sol en el horizonte, entonces todo mi cuerpo se movió lentamente en el aire hasta posicionarse frente a la ventana. Allí, flotando cercanamente al techo, me mantuve observando toda la salida del sol, viendo el verde del maizal, mirando las vacas que salían del tambo vecino, disfrutando del pastar de los caballos. Un aire puro y reconfortante se colaba por la ventana. Las cortinas apenas oscilaban con un movimiento casi imperceptible. Ya me sentía cómodo y seguro, no tenía miedo, y tampoco tenía idea de cuánto duraría aquel milagro.

Recordé que cuando era más pequeño ya soñaba con volar. Algunas veces se lo había mencionado a mi madre mientras desayunábamos. Ella solía responderme que seguramente había soñado por la noche, o que mi imaginación tenía gran actividad al despertarme. Pero en realidad era algo distinto a eso lo que me sucedía. Sentía de verdad deseos poderosos de despegar del suelo y moverme por el aire como las aves, y así conocer lugares inhóspitos, personas que de otro modo no conocería, inclusive ver a mis propios amigos de la escuela jugando en los patios de sus casas sin que ellos se percatasen de mi presencia. Jamás mi madre me alentó para que aquel deseo pasara de la utopía a la realidad. En realidad era solo en mi mente de niño que el deseo era tan grande que yo anhelaba que se hiciese realidad. Ella, siempre con los pies tan bien afirmados sobre la tierra, hacía que mi deseo se esfumara como una burbuja al explotar.

A medida que fue pasando el tiempo aquella mañana, fue resultándome menos duro el moverme por el aire. Me deslizaba con sagacidad de una esquina a la otra en la habitación, esquivando los obstáculos como el ropero, la lámpara que pendía del techo, o el perchero. Hasta había aprendido a descender. Al principio, en el primer intento, aterricé dramáticamente sobre la cama, y reboté un par de veces para finalmente caer de bruces en el suelo. Pero después, poniéndole empeño, lo hacía suavemente y posaba primero mis pies y luego dejaba caer el cuerpo. Me sentía listo para ir por más, así que cerré la puerta de mi habitación (no quería que mis padres supieran que podía volar) y me senté en el alféizar de la ventana. Desde allí contemplé la inmensidad del mundo que tenía frente a mí. En un día tan precioso era inevitable desear volar como los pájaros por cualquier lado. Entonces me arrojé. Caí un par de metros en picada libre, pero inmediatamente, y tras pensar que deseaba volar por sitios hermosos, comencé a flotar, con cierta inestabilidad, pero elevándome más y más hasta alcanzar una altura desde la cual la casa y todo el campo se convirtieron al tamaño de las maquetas de mi padre.

Tuve un poco de pánico con la altura. Miraba hacia todos lados y no me concentraba en disfrutar. Pensaba qué pasaría si me chocara con algún ave, o bien si pasara cerca mío un avión. No tenía idea, pero me preocupaba. Intenté quitar ese pensamiento pero no pude hacerlo rápidamente. Pese a estar volando, no podía disfrutarlo. Así me mantuve durante un buen rato. El aire se sentía helado y mis cachetes se había helado aún más, al punto de arderme. Volé en todas las direcciones. Me fui probando. Fui agarrando mayor confianza y me movilizaba en dirección a los cuatro puntos cardinales y de arriba hacia abajo y viceversa. Poco a poco los nervios fueron dando paso al placer de disfrutar aquello que estaba viviendo. Volé por sobre las plantaciones de frutales, sobre las florecillas blancas de los damascos, sobre los campos de lavanda, sobre el bosque de pinos vecino. Cada cosa que veía desde el aire era completamente distinta a como la recordaba desde tierra. Se mezclaba con el color del cielo y la magnificencia del vuelo. Una abrumadora cantidad de información bombardeaba mi cabeza y yo podía procesarla muy lentamente, y a veces ni eso, tan solo dejaba que mi percepción fugaz de aquel momento le comunicase a mis sentidos lo extraordinario que estaba viviendo.

Supongo que volé por el lapso de una hora y media sin bajar a tierra. Cuando lo hice pensé en mis padres, y en el susto que se darían si no me encontraban en mi habitación. Pero no podía permitirme regresar. Tal vez si lo hacía ya no podría volver a volar y todo retornaría a la normalidad. Entonces decidí volar un poco más. El cielo seguía despejado, el aire ahora no era tan frío. Entonces volé hasta el paseo del pueblo. Me mantenía a una distancia prudencial con tal de que nadie me viese y se alarmara por mi presencia en el aire. Una chica bonita paseaba un perro atado a su correa, un par de ancianos jugaban al ajedrez sentados en un banco, y varias parejas caminaban tomados de la mano. Desde arriba la armonía entre los seres humanos se percibía de un modo magnífico. Me hubiera gustado poder verme sonreír en aquel momento. Un espejo hubiera estado bien, y en él contemplar mi sonrisa de felicidad por lo que estaba viviendo. Pero no había ningún espejo, tan solo mis ojos contemplándolo todo y mi corazón latiendo presurosamente, bombeando más sangre rápida y caliente a través de mis venas, comunicándole a todo mi cuerpo con tibieza que estaba viviendo uno de los momentos más trascendentales en mi vida.

De repente la niña del perro se agachó y lo acarició. El perro comenzó a ladrar, me había visto. Ella levantó la mirada y se encontró con la mía. Ahí me quede, flotando, hipnotizado por la mirada de aquella niña. Ella se mantenía aferrada a su mascota, pero pude percibir en sus ojos que no había miedo. Yo tampoco sentía miedo aun habiendo sido descubierto. Finalmente me regaló una sonrisa. Levanté mi mano derecha y la saludé tímidamente. Ella hizo lo mismo devolviéndome el saludo. Comenzó a caminar junto a su perro y yo la seguí. Se dirigió a uno de los barrios del pueblo que condilaban con la ruta. Observaba cada uno de sus movimientos. Cada tanto se detenía ella y el perro se sentaba a su lado, entonces miraba hacia el cielo y volvía a cruzar su mirada con la mía. Sabía que yo estaba allí, que la seguía. Después de unas cuantas cuadras llegamos a un caserío viejo del barrio. Ella entró en una de las casas de dos pisos y al rato una de las ventanas de la parte superior se abrió de par en par. Era ella. Asomada a la ventana se quedó observándome y yo, extasiado ante su mirada, ya no pensaba en flotar, ni en volar, tan solo quería seguir contemplándola. Supongo que ese es mi primer recuerdo que tengo de haberme enamorado a primera vista. Un rostro angelical, una sonrisa auténtica e inocente, un día maravilloso, yo volando, no podía pedir nada más. Ella volvió a levantar su manito y me saludó una vez más. Me sentía pleno. Sin embargo, un pensamiento me asaltó de repente: mis padres.

Levanté mi mano y la saludé, despidiéndome. Tomé dirección hacia el campo, hacia la casa de mis padres. Crucé nuevamente sobre los campos de lavanda, sobre el pinar. Al llegar a la casa ingresé por la ventana y descendí sobre la cama. La puerta de la habitación aún permanecía cerrada. La abrí sigilosamente, y observé que la de mis padres también estaba cerrada. Respiré con alivio. Quise volver a flotar, a volar, pero ya no pude. Esa fue la única vez que pude lograrlo. Por más que me concentraba en volver a volar ya no podía despegar los pies del piso. No había caso, había vuelto a ser normal.

Durante aquel día sentí que me había acercado un poco más a mi interior, había activado mis sentimientos de un modo intenso y por algo mágico había volado. Cada vez que recuerdo lo que sucedió aquella mañana me estremezco. A veces, incluso me parece soñar despierto que vuelvo a volar, y siento esa sensación del aire rozarme la yema de mis dedos, el frío en mis cachetes, el olor al aire al atravesar los campos de lavanda. Jamás les conté a mis padres que había logrado volar. No lo entenderían y pensarían que su único hijo estaba fantaseando o imaginando cosas estúpidas de la niñez. Ni siquiera a mis hijos se lo he contado. Una noche, después de hacer el amor con mi mujer, quise contárselo, pero volví a sentir mi lengua tan pesada como aquella mañana al despertar, en donde mis labios se negaban a comunicar palabra alguna. Cada tanto suelo recordar a la chica del perro. Me pregunto qué habrá sido de su vida, o si habrá tenido hijos y contado que una vez siendo niña vio volar a un niño. Tal vez lo haya hecho, o quizás aún atesora dentro de ella el recuerdo como algo mágico, algo que por más que parezca irreal fue real y ella, como yo, lo vivimos de un modo único e irrepetible, como esas cosas especiales en la vida que te conectan de un modo inimaginado para siempre.




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(Imagen tomada de internet. Se desconoce su autor)

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